Marta Morales
Cuando Arturo M. Lozza me pidió que hiciera el prólogo de su libro, acepté sin dudarlo. Escribiría sobre rupturas con el arte tradicional y no hay nada que me apasione más que las vanguardias en todos los campos de la creación. Y de eso se trata su libro, que va más allá de la biografía autorizada de dos Lozza, padre e hijo mayor: es un pedazo de la historia del arte en la Argentina, con pinceladas de la vida cotidiana, de las convulsiones sociales y políticas durante la década del cuarenta, cuando unos jóvenes audaces crean la Asociación de Arte Concreto y realizan obras hoy incorporadas definitivamente a la historia más sustanciosa de la plástica.
Raúl Lozza padre es el artista plástico que logró derrotar con sus concepciones teóricas y con su práctica, en épocas difíciles de post guerra, a una pintura figurativa que se mostraba decadente y estereotipada. Su Arte Concreto nos daba por entonces una lección de modernidad y nos abría la perspectiva de “lo que vendrá”.
Hoy hablamos de matemática y física cuántica, de la curvatura del tiempo, de los quaseres (agujeros negros en el espacio) que modifican al tiempo real, dejando sin efecto esa seguridad de que “dos más dos es cuatro”. Eso ya fue. Raúl nos enseñó a través de sus concepciones científicas en el arte que dos más dos es mas que cuatro, que hay otras métricas, otros sistemas como el binario, ese complejo avistamiento de ceros y unos encolumnados que desfilan velozmente ante nuestra pantalla, cuando hay un error en nuestra computadora. Raúl lo supo en los cuarenta, cuando los chicos desayunaban con Toddy para estar fuertes y aprender las primeras sumas y restas que les enseñaban engoladas maestras de impecable delantal blanco almidonado.
Raúl Lozza fue uno de los fundadores de la Asociación de Arte Concreto en 1945 y ya en su primera obra demostró que, efectivamente, la matemática tradicional era un hecho de pasado remoto. Ahora la ciencia –decía- necesita de los principios de lo cuántico, y en esos principios baso mi arte.
La nueva física cuántica le proponía al artista un mundo donde no existía el determinismo, donde las partículas podían encontrarse en dos lugares al mismo tiempo, donde la identidad de los objetos se creaba con el mismo acto de observación desde lo científico. En lo cuántico no interviene lo subjetivo. No hay emociones que interfieran con lo científico. Eran conceptos difíciles de entender pero que abrían camino a la imaginación científica, mejor dicho, a la estética científica. Ahí estaban los postulados reivindicando al numero Pi en que basaba su pintura. Allí, en esas ecuaciones que se convertían en estructuras y a las cuales aplicaba, dentro de la bidimensión, el color y la forma, Raúl encontró la belleza.
Aportó a la pintura y también a la ciencia con su Teoría Estructural del Color donde muestra que el color es materia y es discontinuo, por lo tanto, varía de acuerdo a su forma y al muro que lo contiene. Y con este criterio, elaboró una escala numerada de colores sobre la base de la “cualimetría”.
También fue absolutamente coherente con sus ideas y así como fue un revolucionario en el arte, también lo fue en la vida social como dirigente de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, en su lucha contra la censura y las dictaduras militares, y como miembro de la Comisión de Cultura del Partido Comunista.
Una vez le pregunté por que no evolucionaba con su teoría hacia la tridimensión, Me miró muy serio y me dijo: eso se lo dejo a los jóvenes. En ese momento sentí que había arrojado el guante del desafío. Me pregunto si alguien lo recogerá o si el Arte Concreto seguirá fiel solo a la bidimensión.
Lo recuerdo aún en una de las últimas veces que estuvo en mi casa, con sus noventa y cinco años y saboreando abundante asado. Le preguntó asombrado a su nieto Marcos, mi hijo: “¿Cómo!? ¿Todavía te enseñan la vieja matemática?” Y luego, asombrado por tanto retraso en la educación, siguió hablando de su otra pasión, el cine, y pasamos la tarde recordando con Arturo y Raúl las escenas de The Citizen Kane.
Pero dije que este es un libro de padre e hijo. Arturo mixtura también su propia historia con recuerdos, anécdotas de su infancia y rememora aquellas reuniones de intelectuales, leyendo manifiestos, pronunciándose contra el fascismo, en una burbujeante adhesión al marxismo. Imposible que fuera otra ideología para ese grupo, que festejaba con licores caseros y brindis por revoluciones, vanguardias, búsquedas, amores y traiciones. En esas tertulias de la Asociación de Arte Concreto que cuenta Arturo en su libro, van a desfilar –junto al poeta Vicente Huidobro, a James Joyce y a Guillaume Apollinaire- las figuras fundadoras de la citada Asociación: Edgar Bayley, Antonio Caraduge, Simón Contreras, Manuel Espinosa, Alfredo Hlito, Enio Iommi, Obdulio Landi (en realidad, Obdulio Lozza, hermano de Raúl), Rembrandt V. D. Lozza, Tomás Maldonado (hermano de Edgar Bayley), Alberto Molemberg, Primaldo Mónaco, Oscar Nuñez, Lidy Prati, Jorge Souza y Matilde Werbin (en realidad, Matilde Schmidberg, primera esposa de Raúl Lozza y mamá de Arturo), quien luego sucumbiría ante la transgresora fisonomía y personalidad del poeta Edgar Bayley y con el tiempo, luego de una angustiante separación de Raúl, se convertiría en su esposa. Matilde, casada con Edgar, abandonó la composición dodecafónica para piano y se convirtió en una excelente esposa y madre. Matilde jamás dejó de tocar el piano, incluso lo ejecutaba en los días previos a su muerte. Sabía que yo prefería a Scott Joplin a los viejos tangos y aunque me cansé de llevarle partituras de nuestro rock, jamás le escuche interpretar ninguna. Se deleitaba con Mozart. Aún así era alegre, le brillaban los ojos azules cuando estaba feliz. Le cantaba a su último nieto, Marcos Lozza, algunos temas tradicionales en idish y en francés, mientras movía sus manos, brazos y caderas llenas de energía y vitalidad, que pasados esos instantes supremos de éxtasis, reprimía en el silencio y la inmovilidad por miedo a que la reten por licenciosa. Arturo, Marcos y yo siempre disfrutábamos de Matilde Schmidberg y no soportábamos ningún tipo de represiones hacia la alegría.
Una tarde apareció Matilde por casa, con una bolsa cargada de viejos manteles, los fue desparramando sobre una mesa, eran antiguos y estaban estampados con mil manchas deslucidas. Me quedé mirando ese acertijo de formas extrañas y pregunté ¿cómo quito esas manchas? Matilde abrió sus ojos y me respondió muy seria: “ojo, aquí comió, tomo vino y escribió Oliverio Girondo y las manchas son un recuerdo de los brindis por los manifiestos que se escribían en nuestras tertulias y cuyas copas eran volcadas al fragor del entusiasmo que coronaba su lectura”. Por supuesto, las manchas y los manteles quedaron en mi casa.
El departamento de la antigua calle Cangallo, hoy Teniente General Perón, en esos años testigo de estos hechos que narra Arturo, sucedían en una Buenos Aires desorientada con un incipiente olor a masas populares copando espacios. Arturo nos narra de una ciudad donde se admiraba el estilo europeo, donde los muebles y vestuarios tenían que ser franceses para ser refinados, pero también de una calle Corrientes con aromas a tango y pizza. Eran las épocas donde un joven Osvaldo Pugliese hacía vanguardia en el tango. Arturo Lozza rememora a la ayudante de su casa, la querida Teresa, bailando con la escoba en el lugar donde días antes había nacido el nuevo movimiento pictórico.
En ese Buenos Aires irrumpen las flamantes masas proletarias llegadas desde las provincias, transcurren el arte, las angustias infantiles, el abandono materno, las incomprensiones familiares, la doctrina peronista y el llamado del General Perón a construir un pueblo industrial. Es decir, “la Biblia y el calefón”. Eran épocas de multitudes desplazándose por la ciudad y los suburbios, siguiendo a un líder que sumaba y sumaba gente a su movimiento. Esos provincianos “cabecitas negras”, como empezó a llamarlos despectivamente la clase media, fue arrancada de su cultura y llegaba a la gran ciudad con sus dioses y sus mitos a cuestas, con sus chamamés y chacareras mixturándose con el tango porteño, lo que se añadía a las zarzuelas y tarantelas de quienes habían copado la ciudad primero, los inmigrantes españoles e italianos.
La oligarquía, horrorizada ante tanto abuso del “mal gusto”, se aferraba al academicismo y, a la vez, afincaba en la zona norte, lejos de la contaminación de los olores de frituras y “sapukays”, esos gritos del obrajero del monte que ahora retumbaban a pocas cuadras del Obelisco.
En ese ámbito sigue creciendo Arturo Lozza, acompañado por una figura que descubrirán en el libro, el fantasma Benito, y por su gran afecto, el tio Rembrandt Lozza, intelectual, músico y bohemio, cómplices en la vida, asiduos visitantes de los cines de la calle Corrientes, de noches interminables de confidencias y de quién Arturo hoy conserva una vieja flauta atada con banditas y trozos de cinta scotch.
Arturo creció escuchando como Raúl Lozza teorizaba sobre las rupturas con el arte tradicional, mientras servía licores, productos también de su invención. ¿Habrá aplicado la química cuántica en la preparación de sus alquimias bebibles? Mientras tanto, el fantasma Benito festejaba las trasgresiones generando rarísimos ruidos.
¿Qué es el arte concreto?, se habrá preguntado Arturo desde su escasos años de vida. En esos recintos escuchó definiciones sobre arte que, seguramente, marcaron su ideología futura. Cada pintura concreta -explicaba Lozza- podía ser multiplicada, reproducida cuantas veces se quisiera y modificarse mediante la aplicación de las leyes de la naturaleza y de los números. Con esta propuesta, Raúl arrasaba también con las reglas del mercado, con los precios de la obra de arte…
Es decir, estamos ante una vanguardia que no solo aspiraba a la apertura de nuevos horizontes en el arte pictórico, sino también en lo político. Casi todos los integrantes de la Asociación de Arte Concreto–Invención que nació en ese recinto de la calle Cangallo, domicilio de Raúl y Arturo Lozza- tenían una formación marxista. Y resulta verdaderamente apasionante descubrir los contenidos de aquellos debates en la década del 40 donde participaban pintores, poetas y músicos embarcados en una lucha frontal contra las concepciones conservadoras del academicismo.
Estamos pues ante una obra que Arturo supo plasmar de manera absolutamente original, con elementos históricos inéditos surgidos de una investigación facilitada por el propio Raúl Lozza mientras estuvo en vida. Invito entonces a los lectores a introducirnos de lleno en esta historia.
Marta Morales
Raúl Lozza padre es el artista plástico que logró derrotar con sus concepciones teóricas y con su práctica, en épocas difíciles de post guerra, a una pintura figurativa que se mostraba decadente y estereotipada. Su Arte Concreto nos daba por entonces una lección de modernidad y nos abría la perspectiva de “lo que vendrá”.
Hoy hablamos de matemática y física cuántica, de la curvatura del tiempo, de los quaseres (agujeros negros en el espacio) que modifican al tiempo real, dejando sin efecto esa seguridad de que “dos más dos es cuatro”. Eso ya fue. Raúl nos enseñó a través de sus concepciones científicas en el arte que dos más dos es mas que cuatro, que hay otras métricas, otros sistemas como el binario, ese complejo avistamiento de ceros y unos encolumnados que desfilan velozmente ante nuestra pantalla, cuando hay un error en nuestra computadora. Raúl lo supo en los cuarenta, cuando los chicos desayunaban con Toddy para estar fuertes y aprender las primeras sumas y restas que les enseñaban engoladas maestras de impecable delantal blanco almidonado.
Raúl Lozza fue uno de los fundadores de la Asociación de Arte Concreto en 1945 y ya en su primera obra demostró que, efectivamente, la matemática tradicional era un hecho de pasado remoto. Ahora la ciencia –decía- necesita de los principios de lo cuántico, y en esos principios baso mi arte.
La nueva física cuántica le proponía al artista un mundo donde no existía el determinismo, donde las partículas podían encontrarse en dos lugares al mismo tiempo, donde la identidad de los objetos se creaba con el mismo acto de observación desde lo científico. En lo cuántico no interviene lo subjetivo. No hay emociones que interfieran con lo científico. Eran conceptos difíciles de entender pero que abrían camino a la imaginación científica, mejor dicho, a la estética científica. Ahí estaban los postulados reivindicando al numero Pi en que basaba su pintura. Allí, en esas ecuaciones que se convertían en estructuras y a las cuales aplicaba, dentro de la bidimensión, el color y la forma, Raúl encontró la belleza.
Aportó a la pintura y también a la ciencia con su Teoría Estructural del Color donde muestra que el color es materia y es discontinuo, por lo tanto, varía de acuerdo a su forma y al muro que lo contiene. Y con este criterio, elaboró una escala numerada de colores sobre la base de la “cualimetría”.
También fue absolutamente coherente con sus ideas y así como fue un revolucionario en el arte, también lo fue en la vida social como dirigente de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, en su lucha contra la censura y las dictaduras militares, y como miembro de la Comisión de Cultura del Partido Comunista.
Una vez le pregunté por que no evolucionaba con su teoría hacia la tridimensión, Me miró muy serio y me dijo: eso se lo dejo a los jóvenes. En ese momento sentí que había arrojado el guante del desafío. Me pregunto si alguien lo recogerá o si el Arte Concreto seguirá fiel solo a la bidimensión.
Lo recuerdo aún en una de las últimas veces que estuvo en mi casa, con sus noventa y cinco años y saboreando abundante asado. Le preguntó asombrado a su nieto Marcos, mi hijo: “¿Cómo!? ¿Todavía te enseñan la vieja matemática?” Y luego, asombrado por tanto retraso en la educación, siguió hablando de su otra pasión, el cine, y pasamos la tarde recordando con Arturo y Raúl las escenas de The Citizen Kane.
Pero dije que este es un libro de padre e hijo. Arturo mixtura también su propia historia con recuerdos, anécdotas de su infancia y rememora aquellas reuniones de intelectuales, leyendo manifiestos, pronunciándose contra el fascismo, en una burbujeante adhesión al marxismo. Imposible que fuera otra ideología para ese grupo, que festejaba con licores caseros y brindis por revoluciones, vanguardias, búsquedas, amores y traiciones. En esas tertulias de la Asociación de Arte Concreto que cuenta Arturo en su libro, van a desfilar –junto al poeta Vicente Huidobro, a James Joyce y a Guillaume Apollinaire- las figuras fundadoras de la citada Asociación: Edgar Bayley, Antonio Caraduge, Simón Contreras, Manuel Espinosa, Alfredo Hlito, Enio Iommi, Obdulio Landi (en realidad, Obdulio Lozza, hermano de Raúl), Rembrandt V. D. Lozza, Tomás Maldonado (hermano de Edgar Bayley), Alberto Molemberg, Primaldo Mónaco, Oscar Nuñez, Lidy Prati, Jorge Souza y Matilde Werbin (en realidad, Matilde Schmidberg, primera esposa de Raúl Lozza y mamá de Arturo), quien luego sucumbiría ante la transgresora fisonomía y personalidad del poeta Edgar Bayley y con el tiempo, luego de una angustiante separación de Raúl, se convertiría en su esposa. Matilde, casada con Edgar, abandonó la composición dodecafónica para piano y se convirtió en una excelente esposa y madre. Matilde jamás dejó de tocar el piano, incluso lo ejecutaba en los días previos a su muerte. Sabía que yo prefería a Scott Joplin a los viejos tangos y aunque me cansé de llevarle partituras de nuestro rock, jamás le escuche interpretar ninguna. Se deleitaba con Mozart. Aún así era alegre, le brillaban los ojos azules cuando estaba feliz. Le cantaba a su último nieto, Marcos Lozza, algunos temas tradicionales en idish y en francés, mientras movía sus manos, brazos y caderas llenas de energía y vitalidad, que pasados esos instantes supremos de éxtasis, reprimía en el silencio y la inmovilidad por miedo a que la reten por licenciosa. Arturo, Marcos y yo siempre disfrutábamos de Matilde Schmidberg y no soportábamos ningún tipo de represiones hacia la alegría.
Una tarde apareció Matilde por casa, con una bolsa cargada de viejos manteles, los fue desparramando sobre una mesa, eran antiguos y estaban estampados con mil manchas deslucidas. Me quedé mirando ese acertijo de formas extrañas y pregunté ¿cómo quito esas manchas? Matilde abrió sus ojos y me respondió muy seria: “ojo, aquí comió, tomo vino y escribió Oliverio Girondo y las manchas son un recuerdo de los brindis por los manifiestos que se escribían en nuestras tertulias y cuyas copas eran volcadas al fragor del entusiasmo que coronaba su lectura”. Por supuesto, las manchas y los manteles quedaron en mi casa.
El departamento de la antigua calle Cangallo, hoy Teniente General Perón, en esos años testigo de estos hechos que narra Arturo, sucedían en una Buenos Aires desorientada con un incipiente olor a masas populares copando espacios. Arturo nos narra de una ciudad donde se admiraba el estilo europeo, donde los muebles y vestuarios tenían que ser franceses para ser refinados, pero también de una calle Corrientes con aromas a tango y pizza. Eran las épocas donde un joven Osvaldo Pugliese hacía vanguardia en el tango. Arturo Lozza rememora a la ayudante de su casa, la querida Teresa, bailando con la escoba en el lugar donde días antes había nacido el nuevo movimiento pictórico.
En ese Buenos Aires irrumpen las flamantes masas proletarias llegadas desde las provincias, transcurren el arte, las angustias infantiles, el abandono materno, las incomprensiones familiares, la doctrina peronista y el llamado del General Perón a construir un pueblo industrial. Es decir, “la Biblia y el calefón”. Eran épocas de multitudes desplazándose por la ciudad y los suburbios, siguiendo a un líder que sumaba y sumaba gente a su movimiento. Esos provincianos “cabecitas negras”, como empezó a llamarlos despectivamente la clase media, fue arrancada de su cultura y llegaba a la gran ciudad con sus dioses y sus mitos a cuestas, con sus chamamés y chacareras mixturándose con el tango porteño, lo que se añadía a las zarzuelas y tarantelas de quienes habían copado la ciudad primero, los inmigrantes españoles e italianos.
La oligarquía, horrorizada ante tanto abuso del “mal gusto”, se aferraba al academicismo y, a la vez, afincaba en la zona norte, lejos de la contaminación de los olores de frituras y “sapukays”, esos gritos del obrajero del monte que ahora retumbaban a pocas cuadras del Obelisco.
En ese ámbito sigue creciendo Arturo Lozza, acompañado por una figura que descubrirán en el libro, el fantasma Benito, y por su gran afecto, el tio Rembrandt Lozza, intelectual, músico y bohemio, cómplices en la vida, asiduos visitantes de los cines de la calle Corrientes, de noches interminables de confidencias y de quién Arturo hoy conserva una vieja flauta atada con banditas y trozos de cinta scotch.
Arturo creció escuchando como Raúl Lozza teorizaba sobre las rupturas con el arte tradicional, mientras servía licores, productos también de su invención. ¿Habrá aplicado la química cuántica en la preparación de sus alquimias bebibles? Mientras tanto, el fantasma Benito festejaba las trasgresiones generando rarísimos ruidos.
¿Qué es el arte concreto?, se habrá preguntado Arturo desde su escasos años de vida. En esos recintos escuchó definiciones sobre arte que, seguramente, marcaron su ideología futura. Cada pintura concreta -explicaba Lozza- podía ser multiplicada, reproducida cuantas veces se quisiera y modificarse mediante la aplicación de las leyes de la naturaleza y de los números. Con esta propuesta, Raúl arrasaba también con las reglas del mercado, con los precios de la obra de arte…
Es decir, estamos ante una vanguardia que no solo aspiraba a la apertura de nuevos horizontes en el arte pictórico, sino también en lo político. Casi todos los integrantes de la Asociación de Arte Concreto–Invención que nació en ese recinto de la calle Cangallo, domicilio de Raúl y Arturo Lozza- tenían una formación marxista. Y resulta verdaderamente apasionante descubrir los contenidos de aquellos debates en la década del 40 donde participaban pintores, poetas y músicos embarcados en una lucha frontal contra las concepciones conservadoras del academicismo.
Estamos pues ante una obra que Arturo supo plasmar de manera absolutamente original, con elementos históricos inéditos surgidos de una investigación facilitada por el propio Raúl Lozza mientras estuvo en vida. Invito entonces a los lectores a introducirnos de lleno en esta historia.
Marta Morales
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