viernes, 23 de julio de 2010

IDA Y VUELTA

OSCUROS CANTOS SAMPEDRINOS


En los inicios del milenio vivíamos en San Pedro, provincia de Buenos Aires, junto al río Paraná, barrio Las Canaletas, esquina La Laguna y San Lorenzo. Eran momentos de desempleo y de una decadencia que no tardaría en abonar los brotes de un nuevo tiempo. En ese instante y en ese sitio asomaron estos versos.

A. M. Lozza




El lugar adonde estoy

Don Francesco Fiasche dio un salto de treinta días, dejó Coccorino en Calabria, frente al Tirreno, y desembarcó en San Pedro de Argentina con un equipaje de melancolías.

Cruzó el Zanjón de Moras, asomó al Paraná,
lo sedujeron olivos salvajes de la barranca,
encontró en ellos las semejanzas para aliviar la melancolía y dedujo:
Estos olivos parecen de Calabria, pero son libres,
el Paraná es como el Tirreno, pero marrón y dulce,
la tierra es negra y húmeda, crecerán las ilusiones:
aquí me quedo.

Eligió esposa, Esther, criada por ingleses bajo normas de formalidad.
Nunca pudieron tener hijos.

Compró una hectárea junto a la laguna San Pedro, con casita de madera.
Subido al mirador, veía hacia el este el paso de los buques rumbo al puerto, y a sus pies lechugas, berenjenas, pepinos y tomates que había sembrado.

El Paraná era una sangría portentosa de selvas lejanas que se venían encima, pero doblando el Obligado, en San Pedro, se dejaba estar en islotes de un Delta entre los arroyos mansos donde la embestida tenía apenas la forma de un remanso.

Doña Esther y don Francesco adoptaron dos nenas, Marta, mi ahora esposa, y Olga, la menor.
Las contemplaban correr entre la huerta.

Era sabido que el Paraná desbordaría un día, y que de los remansos brotarían caudales imbatibles.
Ese día llegó, la inundación llevó la casa, el mirador y la huerta,
pero dejó la ilusión.

Como él era albañil capacitado en piedras, en escaleras que doblegaban cuestas –pautas de buen calabrés-,
construyó una casa fuerte, como corresponde,
ladrillos y revoques.
Sus restos se ven donde hoy habita Olga.

Esther no quería dar motivos al qué dirán y se preocupó de enviar a las niñas en almidón con guantecitos blancos a una escuela de monjas.
Lo demás le molestaba.

Lo demás era:
rabanitos y zapallos,
papas y camotes,
albahaca y salvia,
cítricos, duraznos, damascos y pepinos, azafrán, perejil y nísperos,
una rara planta de origen italiano llamada quinquo –o algo así- de frutos ásperos y dulzones,
un árbol de granadas, tabaco para uso propio,
maíz, frutilla, en fin:
una hectárea de regocijos, aromas y colores.

Trabajo y buen gusto prendieron en la tierra.
Mermeladas de frutales,
orejones secos de tomate,
gallinas cacareando huevos,
escabeches y aceitunas en salmuera.
Los mate-porongos
bailaban al Paraná entre las brisas,
y Miguel Angel Prelato, padrino pintor de atardeceres,
saboreaba de visita comidas y amistades.

Tanta belleza. Tanto estrago hoy.

Don Francesco murió de cáncer en la próstata,
el pintor padrino internó su barcaza en el paisaje y desapareció entre amarillos y las sombras.
Llegaron dictaduras.
Marta huyó,
Olga se casó con un obrero del papel que quedó cesante,
el sol emergió por otros lados,
el otoño congeló en inviernos,
los milicos ululaban represiones
y un manto de nieblas cayó sobre San Pedro.

Esther viuda volvió a casarse, y enviudó de nuevo.
Entre viudeces destruyó molestias.
Abandonó la quinta,
otra inundación ayudó al derrumbe,
y la pobreza cubrió la hectárea de habitáculos, de nuevos caminantes,
esta vez golondrinas del norte,
marginados.

Los restos de la casa de don Francesco están en la esquina de La Laguna y San Lorenzo,
en los inicios del barrio Las Canaletas,
donde un paraíso agoniza y los chicos juegan a las bolitas cuando se endurece el lodo.

Como don Francesco, pero sin la tierra,
sin olivos que alivien el destierro, aquí estoy.
Escribo.
Además, hago que la harina se derrame en churros.
Si, me convertí en churrero de vecinos marginados.
Y Marta ya no huye,
contempla desolada.

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¿Por qué?

Acumulé años, hijos, nietos y rendí exámenes,
llevo escritos millones de papeles,
divulgué noticias en morse, en las viejas telex y no me rendí a las computadoras,
pude reportear a presidentes y cirujas,
hablé con Fidel y con el Chicho,
incurcioné por clandestinos parajes de guerrilla en el Chile del Pinochet,
estuve en Nicaragua, Cuba y en la frontera ruso-china con los cañones alertas,
caminé Praga, Berlín, Madrid, París y Roma, como se estila,
y escribí artículos y libros que no quiero volver a ver.
Pero nadie me quita Siberia, las penínsulas árticas de cristal y el río Yenisei helado transitado en viejo bus,
Viví semanas en poblados de madera con cazadores neneitses y nanaitces
en la región de Ussuri donde osos y tigres reinaban hace tiempo.

Pasé niñez y adolescencia a tres cuadras del Obelisco y también en un monte de algarrobas en Los Juríes,
sitio de charatas y quishcaloros,
quiero decir, maticé mi urbanismo con espasmos vegetales
y al parecer encontré la síntesis.
Quizás por eso escapo de cierta gente,
por eso planto árboles y jardines,
hago asados,
y degusto los gustos múltiples de la naturaleza,
del quesillo de cabra, por supuesto.
Crucé treinta y tres veces el Delta del Paraná,
hasta dirigí revistas de cocina en cada orilla.
Practiqué lucha de ideas y escribí algunos libros al respecto.
También edité a otros, al Che, Fonseca y Puigjané.
Salvé el pellejo en dictaduras.
Insaciable, me interné por las irresponsables audacias que me llevaron a otros cielos,
a paisajes muy tortuosos,
a ciudades y montes cargados de ansiedades, de ardientes esperanzas.
Y con tanta carga encima, luciendo curtida y desprolija barba en canas,
aquí me ven, con delantal puesto y engrasado,
amasando churros y desprendiendo aromas de fritanga.
Enfrente, la barranca; atrás, el Paraná, y yo al borde de un abismo.
Veo a Matilde en el boliche,
en los atardeceres Ramona ofrenda su sangre a los mosquitos.
Tarucha asoma cuando convoco al campeonato de bolitas y observa extrañado mis lentes y mi lupa.
El viejo Chancleta hace de Vizcacha y a la vez corteja a Olga, separada.

¿Qué hago aquí, carajo!
¿Este será mi rincón final, el ostracismo?
Llegué huyendo de las mediocres rutinas.
Escapé de tanta indiferencia,
del “no se puede”.
No los soporté, ni en los peores trances.
Entonces busco.
Desocupado me busco y laburo busco,
llevo desesperación a cuestas sin un mango en el bolsillo.

Mientras aguardo que me compren churros, escribo
porque pese a todo no soy Nadie.
Sé que si no los vendo, y casi nunca los vendo a todos, vendrá Olga,
se sentará a mi lado,
y envuelta en música villera
saciará su hambre comiéndose docenas de churros de la sobra,
sin interesarse en nada.

Hago balances,
las orillas pobres del Paraná predisponen al balance,
revuelvo sueños,
rescato amores de un pasado,
afloran resentidos, fastidiosos hipócritas,
también queridos compañeros,
la suerte de mis hijos, Marta.
De repente, y siempre de repente, como un pánico,
emerge la ansiedad, pretendo estallidos,
disturbios que sacudan conformismos.
¿Quién me incita a zamarrear mediocres,
a patearle el culo al resignado?

Pero “si estos que llamás mediocres
están mejor que vos,
¿no te das cuenta?
¿Acaso la mediocridad no está contigo,
no le diste forma de un churro
y lo estás vendiendo a diez centavos
como si fuera una exquisita joya de sabores
capaz de trasformar el perro mundo?”

Es verdad. Despido olores a fritangas
en este paisaje de despojos y de ruina.
Todas mis acumulaciones, todas,
libros, viajes, artículos, árboles, asados y revistas,
terminaron en un mediocre churro azucarado.

Ahora que lo pienso,
¿no será este miserable churro
mi última manera de matar la indiferencia,
o el gran invento de la comunicación?

Aquí estoy, entre la barranca y el Paraná.
Veo personajes deslizándose a ninguna parte,
me saluda Rimbaud rumbo al infierno,
Symns coloca su imagen en mis lentes,
da tres toquecitos en mi cabeza y digo:
bien valen las opciones del tal Symns.

Lo recuerdo bien a Enrique Symns,
absorto,
de caminar lento,
indiferente a la idiotez,
enchufado en sobretodo negro,
trayendo sus escritos y presagios.
Lo conocí en la redacción de Sur y nos decía:
“Todos los días nos vemos obligados a escoger entre ser el guerrero-pirata-loco-extraterrestre, o ser el lamemocos-que solo quiere casarse-escribir el libro-alquilar el depto-comprar marihuana para llenar de escombros su vacío.
“Es más cómodo viajar en silla de ruedas sobre las autopistas de las emociones controladas.
“Es más cómodo que andar rengueando por caminos desconocidos.
“Es más cómodo internarse en el asilo de las costumbres que seguir recorriendo nuestro miedo a la oscuridad”.

Y yo estacioné ahí, precisamente.
Aterrado veo.
Veo que antes de subir a la barranca
hay un floripondio que me observa,
tiene hojas muy grandes, muy verdes,
flores gordas suspendidas de un hilo que se alarga.
Huelen redondo esas flores,
me mueven sus caderas,
suplican danzando que las tome,
que las absorba hasta el hartazgo del goce sin retorno.
Pero no, no ha llegado aún ese momento,
debo seguir andando por el miedo
aferrado al sentir de las palabras.
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El fin de la culebra poeta

Después de años de inútiles intentos,
aureolas suaves de culebra,
perfumadas,
se deslizaron predispuestas
a grabar con sus ponzoñas dulces
los armoniosos versos
de un concierto de ensueños.

Pero apareció Alberto,
el villero sin dientes
de oficio multiuso, comedido,
que me anunció contento:
"Hoy dan una película de guerra".

La culebra se enroscó molesta
pèro insistió en verter su veneno dulce
porque –sostuvo- el Paraná induce, hipnotiza,
y porque la barranca pinta verdes con ojos ceibos.
Intenté entonces otra vez
transitar aureolas con las ponzoñas dulces.
Me concentré,
una sílaba en curva sonó en clave de sol,
un acento ridículo acentuó la armonía,
y empezaron los versos
a darle forma al olvido.

Asomó entonces Federico,
el chico de la nariz chata
que juntaba moneditas
para helados de diez,
miró mi escrito y dijo insolente:
"No te entiendo la letra".

Lo obsevé,
suspiré,
un mosquito se posó en mi nariz,
el gato acomodó el aburrimiento sobre mis piernas,
una chicharra agitó el calor,
goteó mi frente el aroma pesado
de esa tarde de enero,
e indignado, al fin,
traté de rescatar del presente a la aureola encantada.
No me dejaron.
Un golpe de risas,
de patas descalzadas,
y el chasquido de un cinto
sobre el llanto de Manuela,
ahuyentaron la culebra,
dejaron disonantes los sentidos,
la clave de sol se escondió detrás de una cortina rota
y a mi me estrellaron sin remedio
en la esquina de barro: San Lorenzo y La Laguna.

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Zanjón de Moras

El Paraná penetró en San Pedro
por el lugar de las moras.
La barranca, seducida, abrió sus pliegues al río
y los follajes, densos, nutrientes, hicieron de placenta.

Nadie se atrevió a descubrir
lo que en sus fondos organizaba el río.
Nadie, hasta que Cacho Malaponte,
el más honesto ladrón de la comarca,
descubrió en el zanjón una guarida abierta.
Llegaron después Pichón de Indio,
el Bizco Gómez y Fermín el Tuerto,
graduados en cirujías y aguardientes.
Fueron ellos los primeros partos
del Zanjón de Moras placentero.

Nacerían con el tiempo los del cítrus,
curtidos obreros de los surcos.

Si habláramos de límites, diríamos
que desde las groseras carcajadas del zanjón,
hasta los aullidos del Lobizón en la Bajada de Chávez,
se extendió por fin Las Canaletas.

Don Francesco,
el de la quinta de aromas a comida,
vió brotar el barrio en blancos puntiagudos.
Un puente de maderas e hierros oxidados
uníó al poblado nuevo con San Pedro.

Fue lugar de duelos a cuchillo,
del paso del Guaso a la pensión de putas,
allí al Macho Blanco
le abrió el malevo la panza de un puntazo,
y Dientes de Oro,
cargador de bolsas en el puerto,
sobrevivió a cuatro balazos de la mafia.

Los fondos del zanjón y su placenta
se fueron de noche poblando de aquelarres,
hasta las cinco en punto, madrugada,
que comenzaba la otra ceremonia,
la del desfile de peones a la fruta.

El paso previo hacia el trabajo
era el bodegón de Castagnola
donde una copa desbordada de Piragua
servía de caña combustible.

Llegaron nuevos inmigrantes,
plantó el polaco un jardín de tomates,
mujeres costeras color de tierra
tejían las redes del pescador,
mientras San Pedro daba naranjas, duraznos,
racimos de boxeadores, gritos de lobizón.
Pero el día que se ciñó la niebla,
cuando irrumpieron las marchas y las botas,
el terror se abalanzó impune,
hubo secuestros, torturas.
Camalotes humanos flotaban el Paraná.

Por tantos cuerpos lanzados
a los fondos de aquel Zanjón,
las moras se marchitaron,
y en féretros de yuyo y barro,
ese Zanjón ya sin moras
guardó en la eternidad
los fantasmas de la pasión.

Alimentados a muerte,
los ceibos brotaron rojos
con ramajes de costra dura.

Por la enramada,
filtraban los gritos del alma
que golpeaban por los cuarteles.

Entonces mandaron máquinas,
llenaron el Zanjón de tierra,
lo cubrieron de un parquizado,
Abajo quedaron los ceibos,
los muertos y las pasiones,
arriba derrota,
indiferencia y turismo,

Pasaron años, una generación casi,
donde antes era Zanjón, hoy es plaza,
cesped, bancos, arbolitos,
chalets enfrente.
Ayer los observé: muy pintoresco.

Pasaban turistas,
olían a nafta.


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Palmeras violetas

Miguel Prelato partió en su barcaza Serpentina
y lo último que le llevó el viento desde tierra
fue el aria de una ópera de Verdi
que Ada, su sobrina, cantaba en esa noche,
simulando multitudes, ensimismada.
junto al ventanal de rejas
y su sombra hecha silueta sobre el río.

Ada está aún ahí,
en el viejo caserón de las penumbras
atrapada en los aplausos del pasado,
aguardando que Miguel llegue y le cuente
cómo montado en la calandria que le pintó al cielo
registró los misterios de sus deltas.

Había cargado en Serpentina los óleos y las telas,
los pinceles y el objetivo abstracto, obsesivo,
de descubrir los colores inauditos, únicos, irrepetibles,
que se esconden detrás de cada rato.

Conocía el Delta como ningún otro,
es más, le descubrió luces que otros nunca vieron.
Se esmeraba en mostrarlas, desbocadas.
Fue inútil, solo él las percibía.

Había encontrado el ocre del menguante,
los amarillos pálidos del totoral herido,
el azul Prusia de la noche, el carmesí en el remanso manso,
y la línea bermellón que agonizaba
en los aleteos del alba y sus zozobras.

Prelato daba clases de luz impresionista
en la oscura biblioteca de San Pedro,
Explicaba que Picasso, y solo él,
podía desarmar al mundo en su cubismo
y volverlo a armar con más justicia.
Enmarcado por estantes con libros de Conrad,
exaltaba los cromatismos de Seurat y de Renoir,
los fogonazos de Van Gogh y la negrura de los monstruos de Allan Poe.
No lo entendían,
San Pedro solo aceptaba lo correcto,
no veía los pétalos cruzar el río,
no saboreaba los camotes que sembraba,
y menos aún la naranja almíbar del ombligo,
no olía el rumor rosado de las nieblas,
ni intentaba darle vida a tanto lodo acumulado,
eso sí, lucía veredas limpias con sus rosas insensibles
y veneraba la belleza de un orden sin arrugas.

No,
no era ese el mundo de Prelato,

Para ir a la quinta de Francesco,
a saborear tomates secos sazonados de oliva
y contarle hazañas a su ahijada Marta,
Prelato descendía sin apuros
por la pendiente de Via de Mallorca,
Es que justamente por esa parte de barranca,
se mostraban las palmeras más hermosas del planeta,
las que elevaban sus palmas remando en el viento,
las que dejaban desnudas sus escamas curvas,
y expuestas al deseo en el barranco
los racimos dorados de la fruta.

El pintor las contemplaba
y así, pesándolas con la mirada,
descubrió la maravilla, la física intuitiva:
que especialmente en los últimos minutos del sol en su caída,
las palmeras se vestían de violeta.

Llevó a sus alumnos a Via de Mallorca,
pero ninguno vio los golpes del violeta,
ni sus alumnos ni los mandantes del municipio.
Quizás por eso, al entrar la dictadura,
ordenaron arrancar tales palmeras
y cubrir los pozos con un césped uniforme, bien prolijo.

No,
no es este mi mundo, repitió Prelato,
y cargó su barcaza Serpentina
la noche en que Ada, su sobrina,
cantaba la opera en la reja.

Torció hacia el Delta su navío
llevándose el canto en los bolsillos.
“No se preocupen por mi”, fue lo que dijo,
y se internó por los secretos susurros del totoral cuando rinde pleitesías.

Prelato nunca retornó,
el río tampoco devolvió a Serpentina.
Nada.
El pintor quedó flotando por propia iniciativa,
en los matices del Delta y sus misterios:
había comprobado que aquellos colores que él amaba
jamás podrían ser encerrados en un marco.

(Hace tres días, en ese recinto de la Biblioteca donde Prelato daba sus clases de luz impresionista, premiaron a Marta por uno de sus cuentos sobre el Delta. Prelito, su padrino, no estaba entre los que aplaudían, espiaba feliz por el ojo de una calandria agazapada en los colores de una de sus telas).

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Marta sin H

Mi Marta no tiene H,
puede ser esto o aquello, menos muda,
tiene júbilo de voz a carcajadas.
Lleva la M de Magia, de Memoria,
de la Mierda que te arroja
cuando la agarrás torcida.

Su primera A es de Abismal y del Abrazo con un beso en la mejilla,
y la otra viene de Acrata,
de Anarquista nouvelle vague
con angustias muy adentro.
Tiene la R de un Rock
y de Risas de puta que escabulle el bulto.
Orgullosa portadora de la T,
T de Trabuco y de Tormentas,
una T de Tesoros que no encuentra,
de Ternura desplegada.

Carga además varias letras que nunca se pronuncian con su nombre:
la V de Vendetta y de Violenta
cuando la cuerda del violín le deja al descubierto su locura,
deambula en su andar una I de Incierta,
una F de Frágil y una D de Dieta permanente,
una S de Sobreviviente,
otra M, la de Madre,
y una E, la de Esposa y de Enfermera solidaria.

A los pocos días de retornar a San Pedro
se le adosó una Ll,
Ll de Llanto por los fantasmas,
por los cascarudos negros que filtraban de noche por la puerta,
Llanto porque ya la huerta no existía,
Porque la casa de infancias derruída,
tuerta,
con persianas telarañas,
la miraba triste y suplicante.

Esther, con H de Hueso y Hojarasca, continuaba aferrada a los tiempos de las monjas.

Ya no estaban aquellos amigos de los versos, de los primeros periodismos y rupturas,
Se encontró entonces Marta
en un desierto desabrido de cristales falsos, de apariencias,

Brotó entonces esa Ll de Llanto,
También la I de Infarto,
la D de Desolada y Deprimida,
y la B de Bruce, su perro,
que la protegió en el desierto,
que espantó los cascarudos, y no se apartó de ella.


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El ritual de Ramona

Ramona Paranola mira,
mira, redonda,
hedionda,
un punto en el vacío.

Caderuda,
horas sentada,
sin palabras,
mira al frente,
inmóvil,

Blanca le ofrece un pan,
mastica.

Abdomen de pliegos,
pechos derramados,
volumen,
espera que el sol se vaya.

Por fin al crepúsculo,
un zumbido la tensa,
alerta:
es la hora sin la cual
no habría razón de otras horas.

Estira las piernas,
las estira, y sus pelos,
alambres negros,
apuntan.

Tiene uñas de lata,
descalza.

Los mosquitos llegan del norte,
siempre vienen del norte,
ven a Ramona, le danzan,
se precipitan luego,
furiosos, hambrientos,
sobre las piernas rectas,
sobre las carnes blandas.

Sonríe Ramona,
dientes torcidos, verdes.
Los aguijones horadan,
toman la sangre,
Ella no se mueve,
se le inflaman los ojos,
sufre gozosa y huele,
huele el olor del norte,
caliente, húmedo.
Suda.

Vive el momento único,
el más importante,
el de sentirse el centro
de un ritual sagrado,
infalible.

Si, solo Ramona,
Ramona Paranoia,
aprendió a medir los tiempos
que van de un mosquito en danza
hasta el mosquito muerto.

Transita el tiempo,
inmóvil,
hasta el preciso instante
que los observa lentos,
pesados,
comprueba que buscan reposo,
confiados:
ese es el momento.

Pero hay un suspenso,
donde aspira profundo,
estira las manos,
las coloca prudentes
para no inquietar,
para sorprender.

Lanza de pronto el grito,
de ofensiva el grito,
Si, ese es su instante,
su hora de dicha,
es la poderosa patrona
de la vida y la muerte.

Ataca,
torpe ataca,
aplasta mosquitos
sobre sus piernas rectas:
palmas sangrientas,
alas partidas,
tambalea la silla,
se sacuden los brazos,
abalanzan, golpean,
son descontrolados péndulos
que remolinan el aire.

Cruzan zumbidos,
ladran los perros,
Ramona que grita,
los pliegos que pliegan,
que se despliegan,
se exprimen, dilatan,
ojos en blanco que saltan,
piernas de rojo,
dientes de verde,
alas partidas,…


Cumplido el ritual,
levanta caderas,
repliega los pliegos,
y uñas de lata, descalza,
enfila hacia el norte,
cansada,
al caserío oscuro
en la quietud pesada.

Ya domina la noche,
el silencio,
las ratas.
Entre paredes rotas
y tetrabreacks vacíos,
otros insectos la aguardan.
Bípedos marginados,
agazapados,
alientos a vino agrio,
vómitos.
Ansiosos la toman,
la arrojan,
se le deslizan por el abdomen plegado,
la aguijonean, la absorben...

Ramona Paranola,
alas partidas,
manos con sangre,
vientre violado,
duerme al fin la noche,
abrazada a la esperanza de que,
al final del nuevo día,
el rito de los mosquitos
la encontrará en su silla.

Después, ella lo sabe, volverán mañana:
los vampiros no faltan nunca a la cita,
a la misma hora,
a la hora de Ramona,
después de los mosquitos muertos,
clavarán sus colmillos
en las carnes tibias,
ladrará un perro,
asomará la luna,
roerán las ratas,
y una brisa larga hará sentir el murmullo
de las hojas secas borrando el camino.



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Tarucha
(A Federico García Lorca)

De lento en lento,
sin una alarma,
sin ver que se avecinaba,
una cortina de niebla
se fue ciñendo a las casas.

No abrieron más las ventanas,
las puertas quedaron muertas,
ni un caminante, ni un canto,
ni la gallina y sus pollos
picaron más las semillas caídas
del camión volando al puerto.

Ni camión, ni gente.
Nada por aquellas calles mojadas
sucias de no pisarlas nadie.

Las horas siguieron horas
pero las tardes nacieron tristes,
más suaves, declinantes,
por esa nostalgia de plomo
que entumece los paisajes.

Matilde no abrió el boliche,
transeúntes ya no había,
los vecinos ni salían,
no compraban ni arroz, ni pan, ni vino,
el loro ya no chillaba,
¿para qué abrir el boliche,
si el letargo aprisionó la vida?

No hubo lágrimas,
ni impulsos, ni siquiera hambre,
los catres estaban panzones
de gente que se ha quedado
con los pájaros sin vuelo
debajo de una frazada
agujereada de frío.

Llegada la noche un día,
Tarucha rompió la niebla,
salió por la puerta muerta
y se dirigió a cualquier parte.

Arriba de la barranca
flotaba la casona blanca,
Tarucha la vio hermosa,
y trepó por las tejas rojas
para probarse un vaquero
que lo invitaba a un paseo.

En el salto sonó la alarma,
los sueños se le esfumaron,
Tarucha intentó seguirlos
brincando por pastizales
seguido por los azules.

Desde las calles mojadas
sucias de no pisarlas nadie
se escuchó por fin el susurro
de algo que se venía,
creyeron que era trabajo,
que por fin chillaría el loro,
que Blanca iría por churros
y Gonzalo por mandarinas.
Pero cuando la ventana abrió,
la ráfaga de un estampido
metió a la muerte en las casas.

Tarucha estaba tendido,
sobre su sangre en la niebla.
El ulular de sirenas
-trompetas de luto villero-
anunció la muerte nueva,
por esas calles mojadas
sucias de no pisarlas nadie.

Volvieron los cuerpos al catre
esperando otro susurro.
"Huelga", informó lejos la radio,
huelgas y piqueteros.
Pero en Las Canaletas,
sin pájaros y ya sin sueños,
borrados por tanta niebla,
ni radio ni ruidos se oían,
solo trompetas villeras
de luto, de vez en cuando.
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Lluvia

Hay un jirón de nubes agoreras.
Hay pesadez que aplasta desde el río.
Hay cien miradas que presienten en el aire
la llegada de un diluvio y estallidos.

Hay un llanto por la subida de Chávez.
Hay un borracho que vomita bilis.
Hay perros que huelen relámpagos
y un bataraz desplumando vientos.

Hay una gota que sacude el polvo.
Hay un olor gris a vapor de tierra.
Hay una ráfaga que despeina sauces
y el trueno manda obediencia al hombre.

Hay un oscuro temor de cielo derrumbado.
Hay infinitas perlas inundando huellas.
Hay un concierto uniforme de platillos
y las barrancas sueltan sus cabellos de agua.

Hay senderos que hierven sumergidos.
Hay muertes navegando en las cascadas.
Hay camalotes que coronan la vida en estallidos
y un Paraná sediento que absorbe sus raciones.


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El boliche de Matilde

A dos cuadras de la laguna,
envuelto en vahos y fermentos,
encontrarás el sucio boliche de Matilde.

Si pretendieras, también vos,
desinfectar tus bigotes en la espuma,
tendrás antes que aceptar las jodas parroquianas
y aspirar resignado el humo de tantos fasos.

Apoyarás un codo en el mesón gastado,
le estamparás los círculos del vaso,
te irás encogiendo lentamente,
metiéndote adentro de vos mismo
bajo la mirada sin nada de Matilde,
agarrada al cuaderno de las deudas.

Al cabo de las noches y las muecas,
descubrirás que las moscas que te cantan al oído
son tus amigas implacables, imbatibles.

Te atrapará el letargo.
Inmóvil y sujeto a una botella negra,
verás como los sapos apretarán tu angustia
con el metálico croar desde el arroyo.

La rutina de tragos pondrá un telón a tantos grises,
y quedarás conforme,
lo de atrás no habíá ocurrido,
cuanto mucho será apenas un museo.

Como Alberto, Chancleta, El Pelado y José,
concluirás que no hubo lo que hubo,
y que el ahora de plomo ha acabado con tu vida,
pero sin pelea,
sentado en un mesón de borrachera.

Te juzgará el Gardel mudo colgado,
con la sonrisa torcida por el vidrio ajado,
notarás entonces que la flor de su solapa
luce manchada con estiércol.

Preferirás ser un perro y te acercarás a Matilde,
le moverás la cola, ella secará sus manos
en el delantal de hilachas y no te dará ni un hueso,
ni un fiado.

Colgado de una rama muy frágil
saldrás conmigo a ese amanecer fresco
que ahuyenta los vahídos,
y juntos andaremos los tumbos del camino
balbuceando un trabajo que te sujete a San Pedro.

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Niña Bonita


Se llama Jimena,
Jimena Junco,
número quince
de dieciseis hermanos.
Tantos hijos juntos,
una sola madre,
desconocidos los padres.

Litoral machista,
dioses de carne,
sexo Jimena,
Jimena púber
en los duraznales.

Racimos de machos
entre los azahares,
el hombre del citrus
se llevó a Jimena.

Ella de quince,
embarazo a cuestas,
cachetes rosados,
se juntó Jimena.

El hombre del citrus
cosecha a cosecha
le dio hijos huesudos,
hembras y machos,
morochos y duros
como papá del fruto
y mamá Jimena.

Hijos tras hijos,
dientes caídos,
aliento a mate,
labios gastados,
y el grito que llama
a los hijos sueltos
para el guiso espeso
en días de invierno
y humedad de río.

Año tras año
en un paisaje de machos,
brotes que brotan
en los naranjales,
vientre que late
suplicando un goce,
coitos de citrus,
agrios, ansiosos,
sin un dulce orgasmo.

Quince más, Jimena,
y a los treinta,
abuela.

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Te llevó la Muerte

Espantada escapa la muerte.
Allá va.
Agarrala.

Huye de su propia muerte.
Que no escape.
Matala.

Se escondió en el sudor penumbroso del norte,
en el ceibo marchito
y en el paraíso gigante de las chicharras ebrias.

Huye,
está en el grillo que gime en tu lecho.
Salta,
cabalga pestilente sobre gusanos verdes.
Escarba,
Se arrastra en los túneles de las lombrices ciegas.

Huye de su propia muerte.
Que no escape.
Matala.

Se sumerge,
late en las entrañas grasosas del surubí
y en el murmullo cascabel de las aguas del pantano
que se escurren como víboras por el paisaje mudo.

De miedo, huyendo, rozará la nave del pintor padrino,
hundirá en la zanja al rancho y a los hijos del bolichero amigo,
infartará el miocardio del solitario rey de los piojos.

Espantada escapa la muerte.
Allá va.
Agarrala.

Se infiltró en la dura cobertura de los hechos
y sembró escepticismo en los instantes,
creó la idiotez, la perversidad de las rutinas,
destrozó esperanzas y de un solo guadañazo
decapitó el futuro, el sentido de las cosas.

La encontrarás ahora en aquella iglesia,
entre el tintineo sin eco de la campanilla agónica,
la perseguirás por los bolsillos rotos,
por las hediondas cavernas del desempleo,
descorrerás las cortinas de zaguanes sórdidos
hasta llegar a las úlceras que te arderán de odio.

La estrangularás, entonces.
Te vengarás, entonces,
sin contemplación, de un solo impulso,
por tanta vida estéril que te empujó a la muerte.

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Una rosa

Desde el ángulo gris del tiempo,
espeso,
misterioso,
Desde el barro, la llovizna
y los charcos sucios que deja el Paraná,
apareció María en bicicleta
espantando nieblas.

Ojos negros, menuda,
pollerita pobre,
una sonrisa adolescente
le bailaba entre los gestos,
Descendió tranquila,
tres segundos observó mi barba,
otra sonrisa con dientes
y me pidió un churro.
-Diez centavos...
Siguió mirando.
Tomé la moneda
y ella sin decirme nada,
extrajo desde un atrás,
desde el atrás del futuro,
desde el atrás del pasado,
desde el atrás,
una rosa rosada sampedrina.
Me la obsequió porque sí,
porque yo,
porque nada.

¿Por qué?, le pregunté,
y no me dijo nada.
Le pregunté su nombre,
me respondió María.
Le pregunté... y ya no estaba.
Solo la rosa quedó conmigo.

Ahora escribo,
Con la rosa prendida de mi oreja
y sigo preguntando,
no entendiendo
de que fue por nada
que esa flor María
se aferró a mi estrago
sin decirme algo.

Ojalá existieran presagios,
milagros,
anunciaciones.
¿No sería esa rosa
un punto final
a tanto tiempo sin tiempo?

Porque necesito esa flor María
que me devuelva la esperanza
de que llegue el día,
desde el atrás,
rumbo futuro,
donde flote entre manos duras,
sobre un Paraná barro solidario,
el jolgorio de la gente mía.
Con María flor, multiplicada,
rosa rosada,
por nada,
por todos.

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Adiós a San Pedro


Por las mismas razones que vinimos,
cargamos muebles, libros, algunas plantas, dos perros, un loro,
y retornamos.
Fuimos apretados en la caja de un camión inmenso, entre colchones, bibliotecas y animales.
En sentido opuesto viajantes felices del verano nos dejaban la ráfaga del viento;
se dirigían a la cadena de hoteles con estrellas que se instalaron muy cerca de donde antes lucían las palmeras violetas de Prelato.
San Pedro se llenaba de turistas que nunca supieron que en ese paraje,
con rosas en las calles,
hay un barrio llamado Las Canaletas donde habían vivido Tarucha, Chancleta, Ramona, Blanca y Federico,
donde Jimena convoca al follaje de nietos y de hijos
al plato de guiso que los une al mediodía,
que frente a lo que fue una churrería,
en San Lorenzo esquina La Laguna,
sobrevive el boliche de Matilde, monumento al olvido,
que hay un Zanjón de Moras que cobija pasiones que volverán a estallar algún día,
que en San Pedro hay una biblioteca centenaria
donde iluminaron las luces de Prelato,
que por allí pasamos sin haber construido una esperanza
y que retornamos por el mismo camino que ellos van,
pero en sentido contrario.

El cemento que nos moldeó, nos ofrece de bienvenida un concierto de cacerolas ejecutado por muchedumbres que se lanzan a las calles:
Si, carajo, volvemos a Buenos Aires y no solos,
cargamos con dos perros, un loro y un hijo adolescente.
Abran paso, que llegamos cargados de ilusiones,
con una derrota más en las jorobas,
con un cicatrizado infarto en la sobreviviente Marta,
pero también con estos versos, que no es poco,
sabiendo, sobre todo, que ya no quedan en la tierra
esas islas de arenas blancas,
ni esos plácidos océanos que te alejen de los miedos,
ni un Paraná, ni un San Pedro,
adonde construir tu mezquino paraíso.

Dejé allá mis culebras de ponzoñas dulces y a mis queridos personajes,
la rosa de María la llevo seca y perfumada entre dos páginas de un libro de Bukovsky.
Y Marta, entre tomos destartalados que se desatan y caen sobre nosotros en la caja de un camión a Buenos Aires, rasguñaba las piedras de Charly con su canto.

(Digamos, al margen, que el loro, apenas instalados en una casa de terraza, rodeados de muros de altos edificios, escapó. Sin embargo, mañana tras mañana nos saluda desde la cúpula de un árbol en la plaza vecina.)
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Allá vamos, Tanguito

Tanguito se preguntaba
¿qué hay más allá de la música y las palabras?
Amores de primavera y un infinito mundo de utopías subversivas.
Hoy, por caminar buscando ese destino,
algunas décadas después de tu silencio,
te acompañan jinetes sangrando que navegan en el cosmos,
derrotados.

Aquí, entre corcheas,
al ritmo de tu acústica en las calles,
aquí, en la tierra que te marginó, que te mató porque trasgrediste el orden,
muchos se han cansado de siembras sin cosechas,
brotan mil pancartas que navegan en tu balsa,
enfrentando itakas, caballadas,
alzando banderas, sosteniendo barricadas.

Y en medio del disturbio, frustraciones,
está el traidor, el alcahuete,
el que se resigna o se acomoda
porque siempre habrá al alcance de tus manos
un dinerillo asistencial,
un porro, un florinpondio,
que te zambulla en un cielo de algodones.

Vos sabés de quiénes te hablo,
son los que terminaron arrojándote a las vías,
son los que tuvieron pánico cuando vos,
con tu guitarra de acústica y la melena del amor de primavera,
fuiste capaz de frenar por un instante al tren de la doblez y el disimulo.

Vos y yo,
la Flaca, Tuquita, Pepe,
y aquellos jinetes que hoy sangran contigo clamando el fin de los impúnes,
no queremos cielos ficticios, ni tumbas perfumadas, ni rosas de plástico que escondan la tortura,
queremos infiernos,
infiernos rojos de libertad,
pasiones de fuego,
conquistas siderales y sonrisas verdaderas
que arrasen para siempre los signos de la muerte.

Y hacia allá vamos, Tanguito,
cabalgando en tu balsa de amor y de melena,
aunque naufraguemos en los violentos espasmos
de tanta sangre derramada.

Pero allá vamos,
allá vamos,...

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El eructo colectivo


Se descubrieron ahorcados en nudos de corbatas,
cuando solo les quedaba el grito estertor del acto póstumo,
quebrados, estafados, prisioneros en remeras for export,
planchaditos a medida,
soñando sueños pigmeos de canarios enjaulados.

Habían girado alrededor del astro,
hasta que el astro mostró su ingravidez.
Cayeron entonces al agujero negro, desesperados,
con un trasfondo de canto coral archisabido,
acunados por el himno Estupidez.

Ahora se ven y recuerdan.

Recuerdan que se descubrieron en el instante donde al astro se le desarticuló la mentira y amenazo: "estado de sitio".
Recuerdan que comprobaron, un día,
que ni siquiera en situación de estupidez
habían podido ingresar al reino prometido.

Y que fue en ese momento, preciso momento,
que el eructo metálico de millones
dio el concierto ordinario de la furia.
Calles, puentes y rutas vomitaron fuego, indignaciones, barricadas,
Se crearon las banderas y los himnos nuevos.
Porque miraron desde el agujero y se vieron,
se vieron entre chapas paredes cartoneros,
entre fábricas sin carne,
basurales y ríos estancados,
esculpiendo el hambre de los hijos.

Los bloqueaban peajes,
deambulaban por senderos conocidos que nunca llegaban,
perdidos buscaban entre escombros,
entre bolígrafos sin tinta y gases lacrimógenos,
el lugar del ensueño, el útero que los proteja, la contención,
y cuando con las viejas formulas solo hallaron cielos vacíos,
se descubrieron ellos,
unos siendo otros,
mirándose
en el derrumbe de las antiguas ilusiones.

Lo recuerdan. Fue solo instantes.
A partir de entonces
algunos propusieron “conquistemos el futuro para siempre”.
"No, celebremos!”, respondieron los más.
Los festejos duraron
lo que un respiro del astro equivocado.
Porque alguien propuso que, de acuerdo a las antiguas fórmulas,
no podía haber celebraciones sin las liturgias de un choripan y una cerveza,
sin luces de cotillón,
sin dulces ignorancias,
sin una cuota de palmadas en el lomo.

"¡Aquí tienen!", exclamaron políticos corruptos.
Y entregaron:
103 colchones para el sueño,
67 kilos de azúcar ordinario,
38 chapas para techos,
muchas promesas,
y lo mejor: el astro ingrávido también gritó con ellos de alegría.
La mayoría contenta
bailó una chacarera con Ricky Martin,
pelearon por un colchón, un azúcar y unas chapas,
y otra vez rindieron consabidas pleitesías.

Si, bien lo recuerdan ahora.

Recuerdan que el astro, no conforme,
llamó a sus pensadores a que piensen.
Sin embargo, ninguno encontró cómo,
todavía,
borrar de las memorias y el futuro
que hubo un día,
un día clamoroso de garrotes empuñados
que se estrellaron en cráneos de monstruítos en corrida,
un día con rutas sin peaje
y la yugular cortada de un Drácula tendido.

Y como recuerdan, lo saben,
saben que volverá la hazaña otro día próximo,
lejano,
cuando solo les quede el grito estertor del acto póstumo.

Otra vez estallará el eructo colectivo de la furia,
cruzarán por ruinas las palomas espantadas
y allí se descubrirán solidarios nuevamente
en el canto disonante de los himnos trasgresores.

Arturo M. Lozza

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