Que no nos sea indiferente Jerome David Salinger. El escritor norteamericano, que inauguró un nuevo lenguaje en el relato, ha muerto a los 91 años, el 27 de enero. Desde que en 1951 se publicó su novela The Catcher in the Rye (El guardián entre el centeno, también traducida como El cazador oculto), J. D. Salinger se había convertido en el referente de una joven generación trasgresora que, inmersa y asfixiada en una sociedad insaciable, regida por leyes del mercado y hueca de humanismo, maldijo la hipocresía, la falsedad, la estupidez y la formal arrogancia que emanaban del imperio.
Quizás J. D. Salinger haya sido el punto de partida, o al menos una referencia inicial ineludible, de aquellos artistas e intelectuales que se rebelarían desde el territorio de los Estados Unidos contra la guerra de Vietnam en años donde se desplegaban el rock, el “realismo sucio” en la literatura de Bukovsky, los graffiti de Basquiat, luego el Apocalypse Now de Cóppola o Easy Rider (Buscando mi destino) de Dennis Hopper.
Que ninguno de ellos nos sean indiferentes, porque estamos hablando de grandes artistas, de símbolos de una rebeldía interna contra el sistema. Son nuestros, del movimiento popular y antiimperialista del planeta, como lo son aquí el troesma Osvaldo Pugliese, o Pappo, o el Charly García rasguñando las piedras, o el Fito Paez que cada vez más se escapa del pentagrama, y León Gieco, y Víctor Heredia, o el Roberto Arlt de los locos y el Tuñón de la ranura y de las lunas, o Raúl Lozza y su arte concreto y la cualimetría.
Si, pueden decir que estoy haciendo una mezcolanza caótica, pero ese caos es maravilloso, es un caos de la invención, de la búsqueda, del inconformismo, de la diversidad, y tiene una dirección: queremos el cambio y nos rebelamos contra esta sociedad capitalista mierdosa, hipócrita.
Estas grandes personalidades de la cultura han elegido ese camino trasgresor desde la calidad de su expresión artística. La “Negra” Sosa lo vio con claridad cuando supo unir, desde el cancionero, las expresiones populares del folklore y del rock.
En este segmento, Salinger fue un antifascista. Soldado voluntario, prestó servicios de contraespionaje en Inglaterra, desembarcó en Normandía, y persiguió agentes de la Gestapo y colaboracionistas franceses.
La guerra y sus horrores lo marcarían con dureza. Lo dejó traslucir en su primer éxito, aparecido en pleno macartismo: el cuento Día perfecto para el pez plátano, de 1948, donde a través de un diálogo telefónico asoma primero la superficialidad de la sociedad, para desembocar luego en el suicidio del veterano de guerra “loco”. Llegaría después El guardián entre el centeno, que lo colocó en una de las cumbres de las preferencias de los lectores, especialmente de la juventud.
Fue entonces que la gigantesca maquinaria publicitaria yanqui intentó apabullarlo, convertirlo en un mero “best seller” del sistema. La rechazó de plano, así como había rechazado el macartismo y la persecución de toda expresión que no estuviera acorde con el discurso feliz de la sociedad capitalista. Envuelto en la depresión, optó por renunciar a la vida pública de escritor, y muchas veces lo hizo airadamente. No quiso giras, ni presentación de libros, ni reportajes, ni congresos de sabihondos escribas. Salinger no era parte de esa maquinaria, detestaba la publicidad, la estupidez, y la corrupción del sistema. Y así murió, de muerte natural, en su residencia de New Hampshire.
En fin, se nos fue uno de los grandes. Le tocó vivir en los Estados Unidos, en el riñón del imperio, y a su manera, fue y será uno de los nuestros. Que no nos sea indiferente.
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viernes, 23 de julio de 2010
J. D. Salinger: que no nos sea indiferente.
Crónicas de Nahuel González Lozza, mi nieto
Bolivia son las montañas y el miedo a caerse por ellas. Las montañas nos permiten descubrir que el país es gigante y que está replegado varias veces sobre sí mismo. Las distancias recorridas son cortas en línea recta pero interminables en sentido real. Todo Bolivia es montañas. A veces son verdes intangibles y en gran parte se vuelven doradas y rocosas. Y el miedo no es miedo en realidad. Es conmoción y cierto toque de melancolía. Quiero decir, no es rechazo a la muerte en el sentido instintivo o ambicioso, no. Es más bien el hecho de que, en un momento para nada esperado, se vuelve palpable el sentimiento de despedida final. A uno se le hace consciente la idea de que puede perder de repente, ahí, justo ahí, toda su absoluta existencia. Primero son las plantas contra el costado de un micro y luego son las palabras del viejo y sus viajes por el mar Caspio, en los que existen conductores turcos que alaban a su Dios en cada curva y cubren sus ojos con sus manos para sentirse ellos más cerca de Él. Y recordás los dictámenes de los puesteros, que los choferes de la sierra son los mejores, y van sin luces y siempre en la noche. Y está el que pincha un neumático y están los acantilados. Y las bocinas y las vacas; y los burros que se cruzan y las rocas: techos de rocas, paredes de rocas y millones de rocas que esperan abajo, en las fosas oscuras del abismo. Y están las curvas y el sueño. El sueño que tenés y el sueño que puede tener el que conduce. Y las cosas que pensás (cómo salvarte o a quién salvar) y las cosas que escuchás (que es imposible salvarte o salvar a alguien). Y de noche, a las tres de la madrugada, te despierta un rugido ensordecedor y ajeno a todos tus parámetros, y sentís el temblor de los asientos y del portaequipaje, y ves los vidrios a punto de estallar por la presión. Todo el vehículo se frota literalmente con las paredes rocosas del camino, como tratando de no caer en el vacío que se encuentra al otro lado. Y ahí, realmente sin hacerlo consciente, te empezás a manejar por instinto. Y al principio estás paralizado como un animal monitoreado y puesto a pruebas de laboratorio. No sabés adonde correr, ni de dónde agarrarte y esperás a que el resto comience a generar alguna corriente de salvataje. Pero pasa todo tan rápido, unos cinco segundos, que no queda, por lo menos en ese transcurso, más que cerrar los ojos y aferrarse a los posabrazos laterales. Y pensás que ya han pasado varios errores y te acordás de la pinchadura y las tumbitas al costado del camino, y las ramas que se quebraron con el pasar de tantos autos y ahí siguen, desamparando almas en estrepitosas retiradas mentales. ¡Me rindo! gritás a veces, con los ruidos, la velocidad, el chillido de los frenos que, sabés, le faltan líquido y pueden fallar. Y los animales sueltos que siguen cruzándose y el camino tan estrecho, de tierra blanda; y los que se dirigen de regreso, tan rápidos como vos y con luces que encandilan y te dejan ciego en los contornos del mundo. Y nuevamente los golpes metálicos y graves de las rocas contra las paredes y los vidrios del bus. Y después de todo, cuando ya no hay abismo y la carretera se vuelve ancha y segura, seguís intranquilo (incluso más que antes), y estás enojado porque ahora le debés la vida a algún destino bondadoso y pensás que hubieses preferido perecer allí, por lo menos para no tener que agradecerle a ninguna deidad (de esas que te hacen quedar como con cierta deuda eterna). Y te volcás a la merced de lo que no pasó pero que debería haber pasado. Estos momentos aseguran un cambio en tus pensamientos y te movés como por sobre algo prestado, algo que no te pertenece pero que de todas formas lo tienes. Eso, a partir de entonces, pasa a ser tu vida.
Así he regresado a la jungla, desde los maravillosos cielos bolivianos.
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Villamontes (Bolivia) - Camiri (Bolivia)
"Todo lo que escribí me ha pasado alguna vez.
Yo sólo controlo el grado de realidad que quiero que tengan mis palabras"
Ernest Hemingway
En silencio
Jaime supo que el Español iba a morirse pronto cuando lo vió por primera vez. Se despertó temprano en su día libre, dispuesto a terminar varios trabajos pendientes, entre ellos el de revocar con adobe el frente de su rancho. El río y el sol humedecían y resquebrajaban el barro continuamente y la casa debía tener un mantenimiento constante. Acomodó una taza y destapó una cacerola con sopa fría. Eso sí que le era más que consciente: el hambre no se dejaba camuflar. Hacía días que estaba viviendo con las últimas reservas. Pescar en el río ya no era como en otros tiempos. A pesar de faltarle un ojo y un brazo, Jaime se defendía excepcionalmente en el arte de la pesca. Había vivido sin ellos más tiempo que con ellos y podía controlar las redes a la perfección. El problema era que la gente ya no compraba pescados y las aguas del río estaban más turbias y violentas que de costumbre. De hecho, había optado por incorporarse a la flota de recolectores de residuos y transitar casi todos los días las angostas callejuelas del poblado, de ida pendiente arriba y de vuelta en caracol, por los barrios bajos de la planicie. Por lo menos así obtenía una mínima tajada de las regalías que las grandes corporaciones extranjeras brindaban a las comunidades de la selva, tan exquisitamente rica en hidrocarburos. Jaime descubrió al Español cuando se disponía servirse un segundo tazón de caldo y se acercó a la ventana que daba al río para tirar las cabezas de pollo descarnadas. Allí estaba, con el agua a la altura del pecho, casi llegando a la mitad de recorrido entre la orilla y el pedregal del piedemonte. Sus largos cabellos eran negros y estaban empapados de un lodo acuoso, rojizo, tanto como el resto de su atlético cuerpo. Parecía contento y se sumergía con gran habilidad en las oscuras aguas para emerger luego en intrépidas brazadas, quince o veinte metros río abajo.
Jaime se le quedó observando en silencio, atento a cada uno de los movimientos que generaba aquel extraño hombre.
- El río ya le está reconociendo -pensó- Espero no tener que salir rajao a socorrerle.
Estaba realmente resuelto a dar su vida por el visitante. A menudo se convencía inconscientemente de que un desconocido poseía cierto poder (de convocatoria y por temor a lo que no se conoce) dentro de un pueblo tan diminuto como lo era el suyo. Y tantos años había pasado allí mismo, sin recibir nada de sus congéneres, que buscaba conexiones más allá de los márgenes de la comuna.
Hacía más de veinte años, Jaime había formado parte del Pelotón de Muleros Fronterizos y se encargaba a tiempo completo de transportar todo tipo de mercancías clandestinas, desde los pantanales del Brasil hasta las Sierras Hondas de Paraguay y los tupidos montes del Chaco Grande. En aquellos días la vida diaria y cotidiana era un derroche abusivo de energía y debían suplirse de narcóticos para solventar la falta constante de ésta. No era fácil abrir caminos a machete pelado durante noches enteras, esquivando contrabandistas armados y metralletas paramilitares. Estaban, así, gran parte del día bajo los efectos de la cocaína y de la pasta base. Tenían muy poco tiempo para conseguir alimentos y conformaban turnos de recolección. Las mismas cargas explosivas que servían para volar canteras en busca de buenos minerales eran, a su vez, muy recomendables para la pesca masiva; y Jaime, pasado de psicotrópicos, se había enfrentado por última vez a los flujos violentos de un río, sosteniendo un cartucho de dinamita encendido que le fue imposible de controlar. Perdió la pista y su brazo izquierdo voló en pedazos junto con su ojo, el cual las aguas se tragaron como se tragan a las piedras que caen desde lo alto. Ahora le faltaba la cuarta parte de su rostro y uno de sus brazos no sabía nada más allá de su codo.
El Español estaba entero por fuera pero no había tantos como él en el sentido de la falta que arremetían sus pensamientos y sus búsquedas internas. Estaba sólo y recorría largas distancias buscando saciar la sed de su alma. Demasiados problemas había tenido en la vida y se le ocurrió que saliendo a recorrer las vastas extensiones "vírgenes y desconocidas" de Latinoamérica podría resolver algo o descubrir alguna cosa a la que hacerle frente. Y Jaime lo observó atentamente, desde su morada cercana al río, hasta que el hombre abandonó las aguas para perderse en la espesura de la selva.
La plaza del pueblo, arquetipo colonial, impuesto y estandarizado, era un buen lugar para hacer amistades. Ese fue el objetivo del Español cuando cayó la noche y no dudó en hacerse de un cargamento suficiente de bebidas alcohólicas y tabaco para quemar pipas con el que invitar y permitir la apertura de un encuentro oportuno a los habitantes del lugar.
Los primeros en acercarse fueron los maleantes de la feria, todos de altas conciencias y ternuras reprimidas. Robaban cuando podían y lo declaraban con cierto orgullo. Incluso hubo encontronazos recién comenzado el brindis, pues uno de ellos había sido identificado como perpetrador de un hurto cometido al primo de otro, hacía unos días. Después aparecieron la guitarra y algunos instrumentos de percusión. Llegaron los solteros, los machados, los punteros y la mafia. Parecía que todos los excluídos del pueblo, los que viven protejidos bajo las leyes de la selva, se habían congregado como por instinto en la glorieta de la plaza. Y recién cuando la mayoría se convenció de que el hombre extraño era de fiar y convenía estar a su lado, apearse a su bebida y exprimirle hasta el último centavo, pudieron hacer a un lado las diferencias físicas y lingüísticas para volcarse de lleno en intensas declaraciones grupales sobre las problemáticas del ser sometido. Y entre pregones flamencos y chaqueñas pegajosas se deleitaron comparando mezclas mediterráneas con tragos tropicales. Combinaban mangos, picantes y ron; jugos de tamarindo, coco, café y alcohol etílico; aceitunas y papayas; cachaza, caña y chocolate. No faltaban las bananas gigantes ni el pelón hervido en macerado de uvas. Ya a las dos horas, la pequeña reunión improvisada había adquirido las formas de una hermosa fiesta, llena de cantos, colores, abrazos y esperanzas. Y en ese momento llegó Jaime, que se sorprendió al ver al Español que entonaba, vivito como si nada, una guajira colombiana. Lo saludó con cuidado, pues no sabía nada de aquella persona y bien podían salir las cosas media a tirones. Pero el Español no era un mal hombre y parte de su búsqueda era la conexión que podía lograr con los habitantes del lugar. Fue así que apenas Jaime se convenció de que podía entablar una buena comunicación con el recién llegado, se soltó a declararle con cuánta atención lo había estado observando esa mañana en el río.
- Yo miraba como usted se metía al agua y se dejaba llevar por la corriente -le dijo- Yo veía que iba para un lado y luego volvía y se metía de vuelta, de cabeza, entre las rocas... yo estaba atento porque en cualquier momento el río se lo podía llevar y como usted no es de aquí, yo no me distraje por si le pasaba algo.
El Español le escuchaba con atención y soltaba bocados de vez en cuando, buscando alguna que otra respuesta.
¿Es peligroso el río?, ¿Siempre es así de caudaloso?, ¿Se han ahogado muchos por aquí?
Y todas las respuestas se respondían con un sí, claro y todo iba bien.
- El río es hembra y sólo se lleva a los hombres -aseguró Jaime- Juega con usted como hacía hoy ¿vió?. Le juega y le entretiene y usted no se da cuenta de nada, y el río lo busca y lo convence. Si se resiste, le da unos golpes de corriente o se calma de repente como para que usted se atreva a entrar más adentro. O le hace ver una roca muy buena para saltar y abajo se ocultan los remolinos que lo llevan a uno hasta el fondo -.
El Español estaba conmovido. Pocas veces había tenido la oportunidad de incorporarse tan amistosamente a un desconocido y todo el asunto le fascinaba por lo pintoresco que parecía. Alguien le estaba comentando cómo le había seguido los pasos cautelosamente por si a un río con conciencia se le ocurría apropiarse de su persona, y eso no era algo que se escuchase o sintiese todos los días.
- Todos saben que el río es hembra y que es poderoso -continuó el viejo- Hay algo que atrae a las mujeres y las reune cuando él (o ella) está por hacerse de un señor. La gran mayoría de las niñas del pueblo se congregan en la costa y se posan de cuclillas a observar cómo los hombres juegan en las aguas caudalosas hasta que se hunden y desaparecen. Ahorita mismo hay un buscado. Hace más de diez días que están meta dragar el lecho, desde la rompiente del pedregal hasta el salto de la Boca-toma, y no hay caso. Una vez que la Hembra se los lleva, ya no se los encuentra más.
- Pero, ¿nunca se ha ahogado ni una mujer? -preguntó el Español como queriendo encontrar una explicación razonable al asunto-
- No, nunca. -respondió Jaime tajantemente- Desde que llegaron los primeros habitantes aquí, jamás el río se ha llevado a una hembra; ¡y eso que nadan todingas! -.
Entendiendo que ya estaba bastante mareado por la ingesta extravagante, que incluso le pedía más desde su estómago, y como para despejarse un poco de tan increíbles declaraciones, el Español se paró tambaleándose y explicó al gentío tumultoso que iría hasta el mercado a conseguir más bebidas e ingredientes. Uno de ellos, Yor, dejó a un lado la guitarra y se dispuso a acompañarle. En el camino, se aseguró de que nadie los seguía y sacó de su cadera, oculto bajo la ropa, un pistolón recortado algo herrumbrado por el pasar de los años.
- No dude amigo en avisarme si alguno de estos hijos de su puta madre quiere aprovecharse de su buena fé. Aquí las cosas no son como parecen. Todos quieren tener algo y hacen lo que sea por conseguirlo -.
- Ajá... -respondió el Español, atónito por la búsqueda infranqueable de complicidad, tan requerida por todos en aquellas tierras.
Al regreso ya estaba como siempre, con un buen porcentaje de actuación y dramatismo que le permitía moverse con más libertad, usar palabras violentas y hacerse pasar, a su vez, por alguien un poco más subsistente que él mismo.
- ¡Meta, joder! -gritaba inmediatamente si alguien le miraba de reojo, buscando el permiso para servirse un trago.
Y la noche terminó casi sin problemas. Algún que otro altercado, como siempre violento por demás, pero bajo los códigos por todos conocidos. Jaime se despidió al amanecer, improvisando sobre un cante andaluz que el Español ejecutó con audacia en un charango. Habló sobre cómo se siente estar de por vida sometido, de las petroleras, de la basura, de la indiferencia y de los pescados.
Al día siguiente, y siendo fiel a su jornada matutina, el Español se desvistió y tanteó la temperatura del agua con sus dedos flacos. Pensó en seguir río arriba, lejos de la casa del viejo, para poder nadar un poco más relajado. Se perseguía imaginando que quizás, al provocar alguna que otra brazada violenta, Jaime saldría disparado a darle ayuda. Y realmente no quería que se molestáse con tanta actitud para con él, que sabía diferenciar muy bien una leyenda de un peligro verdadero. Además, transformar todo ese entorno de aguas turbulentas, costas rocosas, arenas fláccidas y cielos uniformes en algo mágico, vivo y con decisión propia, le llenaba de satisfacción pues la actividad recreativa de un simple chapuzón se volvía un desafío poderoso entre él y la naturaleza. Entonces recordó que Jaime debía estar rellenando un camión de basura por algún lugar y se sintió liberado de la presión moral que se le generaba cuando alguien lo tenía en cuenta.
El agua estaba exquisita a pesar del barro disuelto y era un gusto más que placentero el pararse firme sobre las arenas del fondo, imponiendo resistencia a las fuertes corrientes que surcaban por entre sus piernas. Estas provocaban un millar de burbujas, acompañadas de su característico gorgoteo ensordecedor; y dejarse llevar de espaldas sobre las aguas, mirando de reojo la vegetación, los márgenes del cauce que no distaban más de cincuenta metros y las crestas rocosas de los alrrededores, era maravilloso. Pensaba en ello como en una máquina capturadora de imágenes móviles, donde sus oídos sumergidos eran testigos de los sonidos del fondo. Y cuando creía que ya había recorrido bastante de esta manera, nadaba con fuerza hacia la orilla, corría por la línea de costa hasta el punto de partida y volvía a meterse a los saltos. Fue un golpe de suerte cuando descubrió que las corrientes cercanas al pedregal estaban más frías que las del resto del cauce. Lo sabía porque un flujo de contraretorno le había bañado con aquellas aguas de las rodillas para abajo. El sol le caía en línea recta y sentía transpirar su rostro a pesar de mojarlo repetidamente. Volvió a salir para dirigirse más atrás, de manera que pudiese llegar nadando a las piedras sin desviarse demasiado, y prestó poca atención al suelo arcilloso de la playa. A cada paso se enterraba hasta las rodillas y le costaba bastante continuar. Se le pasó por la mente la idea de que aquello podía ser el producto del aumento térmico, con el cual el barro se licuaba más velozmente que de costumbre. Entonces regresó al interior del río y decidió nadar desde allí hasta el pedregal. No había hecho ni veinte metros cuando cayó en la cuenta de que sus pies llegaban sin dificultad al fondo firme y llano. Estaba sobre un puente natural, formado seguramente por las óndulas que generaba la corriente turbulenta, de manera que los sedimentos se depositaban a rompiente, creando un pasaje elevado por el que se podía transitar muy bien hasta la corriente fría. Y en el preciso momento en que se le figuraron las palabras del viejo, repitiendo que el río era hembra y se llevaba sólo a los hombres, percibió como si éste hubiese leído sus pensamientos y una pequeña roca solitaria le desgarró la planta del pie derecho. Maldijo este movimiento equivocado y se dispuso a llegar a un montículo de areniscas, cercano a la orilla opuesta. Tenía que hacer mucha fuerza para posicionarse en línea pues, a pesar de hacer pie, el choque de las aguas contra su cuerpo era muy imponente. Miró hacia atrás para calcular qué distancia le resultaría menos trabajosa de atravesar y pudo divisar dos cabecitas que se asomaban por detrás de la ladera y se iban acercando a la costa.
- Son mujeres -pensó- ¡Me cago en la puta mierda! -y un dejo de temor y de vergüenza le provocó un calambre en la pierna herida. El fondo se volvió viscoso de repente y no tuvo más remedio que comenzar a pegar fuertes brazadas para mantenerse a flote. Ya estaba cansado y pesar del miedo y el nudo que ya se le formaba en la garganta, no perdía las esperanzas y hasta el último suspiro no creyó que era el final. Fuera del agua, el paisaje era tan hermoso y tranquilizante como siempre. Se convenció de que si se dejaba llevar por la corriente, podría alcanzar alguna de las ramas que veía se adentraban en el río, llegando a la curva que se formaba más adelante. Pero estuvo a punto de llegar a la arboleda, flotando de espaldas, cuando la dirección de las aguas cambió súbitamente, introduciéndolo a la zona más profunda y arremolinada del curso fangoso. Sus últimas reservas de energía las gastó tratando de no ridiculizarse haciendo un espectáculo torpe e inútil frente a la decena de niñas que observaban de cuclillas, en silencio, desde las orillas del río Hembra.
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Camiri (bolivia) - Charagua (Bolivia) - Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) - Cochabamba (Bolivia)
He descubierto que tengo un indicador interno que me avisa en qué momentos debo cambiar los rumbos. Cuando estoy demasiado tiempo en un lugar y no me queda más que esperar al tren que me saque hacia otro punto de la tierra, se me vienen los barcos y el mar a la cabeza. Comienzo a tener los mismos síntomas que padecía en la ciudad. Se me crea la necesidad feroz de embarcarme y zarpar al mar abierto para permanecer allí durante meses. Entonces caigo en otra crisis y vuelvo a creer en el amor, y las crestas violentas de las olas de mi océano furioso me revuelven hasta dejarme nauseabundo y sin destinos. Y penetro en la tan conocida cápsula de la incertidumbre, donde las cosas se vuelven estáticas y ya no sé si seguir o volver, y de qué manera vivir. Y pienso en Ella y pienso en Ellos. Y pasan las horas y más me doy cuenta de que puedo escribir una sola hoja con la problemática de un pueblo que ya me basta para la totalidad de Latinoamérica. Y me presento ante el ron con tamarindos, que de trago en trago me va aceptando y me resuelve hasta que salgo afuera y camino por la tierra de las calles para terminar en los tugurios de algún mercado clandestino. Y la noche se enmascara de luces y de música, y se abren las cantinas que congregan a la gente, y todos cantan y se entregan a la búsqueda constante de la liberación interna. Así aprendo de sus vidas y así me aceptan, enemistado con el futuro que no quiero tener. Y es de esta manera que puedo pasar la noche, asimilando filosofías e incorporando metas, trocando collares por colmillos de jaguar; teniendo la completa seguridad de que apenas sale el sol, siempre hay un tren que llega y un tren que parte.
Vida de revolucionario
Catedral de Buenos Aires se lee al final de la página 43, correspondiente al 4 de junio de 1770, que se “bautizó, puso óleo y crisma a Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, que nació ayer 3 del corriente: es hijo legítimo de don Domingo Belgrano Peri y de doña Josefa González". Este es el primer dato histórico de aquel Manuel, hijo de adinerado comerciante genovés vinculado a intereses de la corona hispana, que moriría en la miseria medio siglo después –el 20 de junio de 1820- vapuleado por la oligarquía criolla que, en los momentos de la agonía, lo echó de Tucumán y lo obligó a hacer el extenuante viaje hasta Buenos Aires donde al fin expiró en la misma casona familiar donde había nacido, calle Pirán, hoy avenida Belgrano al 400.
Había sido el cuarto hijo de un matrimonio que tuvo ocho varones y tres mujeres. Los varones fueron militares, sacerdotes o abogados. Manuel no escapó en los principios a las reglas de toda familia con fortuna, pero no tardó en diferenciarse a impulsos de una pasión y una sensibilidad proverbiales.
Su padre lo había enviado a España para que se instruyera en las cosas del comercio, pero además de eso Manuel se licenció en filosofía. Graduó como abogado, aunque más le interesaron las nuevas ideas económicas, las noticias de Francia y su revolución. Leía en latín, francés, italiano e inglés y, como solía decirse desde antaño, “cultivó su espíritu” no solo con las lecciones recibidas en las Cortes de España, sino sobre todo con las ideas reivindicatorias de la libertad y del liberalismo fisiocrático.
De regreso, fue designado Secretario perpetuo del Consulado, tenía 24 años. Pero desde ese sitio mostró ya su plenitud multifacética, apoyó la creación de establecimientos de enseñanza, como las Escuelas de Dibujo y de Náutica, redactó reglamentos, pronunció discursos, alentó las vocaciones nacientes y trató de dar solidez a estas escuelas, las que, alertada la corona, rápidamente fueron anuladas. Tradujo un libro de Economía Política, formó a jóvenes en tales cuestiones y contribuyó a la fundación del "Telégrafo Mercantil”. Hizo estudios sobre las “tierras de Truptu” –la lejana Patagonia- y aquellos estudios topográficos servirían años después al general San Martín para el cruce de la Cordillera de los Andes. El primer cañonazo del invasor inglés lanzó a Belgrano a la acción y ese filósofo, abogado, traductor de “espíritu cultivado”, educador y topógrafo, se puso botas, abandonó bufetes y se convirtió en capitán honorario de milicias urbanas. Belgrano fue el único de los miembros del Consulado que se negó a aceptar el dominio inglés. Fugó a la Banda Oriental y regresó después de la reconquista. Tuvo que ser sargento mayor del regimiento de Patricios, estudió rudimentos de milicia y manejo de armas. Durante la semana de mayo de 1810 fue decidido revolucionario, observó la vacilación de algunos, la fatiga de otros y, enardecido, les advirtió su inquebrantable propósito de imponerse, aunque tenga que recurrir a la violencia de las armas. Quedó en evidencia que a partir de entonces nada lo haría vacilar en su lucha contra el colonialismo. Lo nombraron vocal de la Primera Junta. Dos actos de este período subrayan su desinterés excepcional: cede su sueldo de vocal para financiar la expedición militar a Córdoba, y dona gran parte de sus libros para formar la Biblioteca Pública recién fundada por iniciativa de su amigo Mariano Moreno.
Llegan los momentos de epopeya, es nombrado comandante de la Expedición Auxiliadora al Paraguay. Al frente del ejército patriota atraviesa comarcas del litoral, nombra como su segundo a José Gervasio de Artigas y lanza un Reglamento que humaniza el trato a los indios, gana batallas, crea los símbolos patrios, lo derrotan en Huaqui, llegarán después los momentos del éxodo jujeño, de las batallas de Tucumán y Salta, de sus arengas y encuentros con los pueblos del norte en la resistencia a los godos, de las derrotas en Vilcapugio y Ayohuma, de su encuentro en Yatasto con San Martín y la entrega del mando de las tropas.
Por sus convicciones, supo desobedecer órdenes cuando éstas significaban un retroceso de la revolución, pero fue también un disciplinado revolucionario cuando se trató de consagrar las ideas y la acción de la independencia. En fin, cada momento de la vida de Belgrano tiene su riqueza, el signo de su apasionamiento, de su entrega total a lo que él amaba, de allí que asumiera el papel que la revolución le ordenaba.
No tenía formación militar académica, pero tomó las armas y protagonizó momentos únicos en la sublevación contra la Corona española. Era abogado, pero la oligarquía en más de una oportunidad intentó encarcelarlo. Había solicitado su baja definitiva del ejército pero no se la concedieron, para someterlo en cambio a proceso, el cual nunca se substanció. Atacado de paludismo y dolorido por la actitud del gobierno central, se refugió en la quinta de un pariente, en San Isidro. Cree que su actuación pública ha terminado; en la soledad se dedica a escribir. Nace así su Autobiografía.
Pero vuelve a ser llamado, esta vez para cumplir misiones negociadoras en el exterior. Y a su regreso, en sesión secreta, el Congreso de Tucumán de 1816 escucha sus propuestas independentistas. Es designado al frente de las tropas en esa provincia y en una húmeda y desabrigada tienda de campaña Belgrano tiene en 1819 los primeros ataques de una enfermedad incurable, la hidropesía. Se despide de sus hombres, deja el mando, pero al poco tiempo un cuartelazo lo enfrenta con el vejamen: pretendieron arrestarlo y ponerle grillos. Sin recursos, enfermo, abandona Tucumán. Ese trayecto a Buenos Aires es trágico. Llega a la casona de su infancia y muere poco tiempo después.
El torbellino político absorbía la atención de la ciudad. Había ese 20 de junio "tres gobernadores", y casi nadie se enteró que se había extinguido la vida de Manuel Belgrano
La masacre de Rincón Bomba
Por Arturo M. Lozza
El genocidio de Rincón Bomba, Formosa, es uno de los crímenes más tapados de nuestra historia. Ocurrió en octubre de 1947, sesenta años atrás, pero recién comenzó a ser investigado hace tres años años por dos abogados, Julio Cesar García y Carlos Alberto Díaz, quienes a instancias de las comunidades pilagás presentaron el 1 de abril de 2005 una denuncia contra el Estado Nacional en el Juzgado Federal de Formosa por crímenes terribles contra el pueblo indígena.
Jorge Pedrozo y Fredy Trinidad, secretario y subsecretario, respectivamente, de la Asociación Judicial de Formosa, filial de la FJA, confirmaron la existencia de la causa y sostuvieron que la masacre contra el pueblo pilagá, que involucra además a los pueblos wichí, toba y mocoví, es uno más de la serie que se ha desatado contra los pueblos originarios, pero quizás haya sido el que arrojó mayor cantidad de muertes. El pueblo de Formosa –añadieron- exige que se haga justicia.
Antropólogos forenses, por orden judicial, comenzaron a realizar exhumaciones en Rincón Bomba, tierras de la gendarmería cercanas a la localidad de Las Lomitas, en donde hace sesenta años habrían sido enterrados cientos de cuerpos. De todos modos, los presupuestos para las excavaciones fueron escasos, y esto ha hecho que se retrase el total esclarecimiento de la masacre y que continúe tan tapada como los cuerpos enterrados en Rincón Bomba.
Veamos cómo sucedieron los acontecimientos.
Así fueron los hechos
En marzo de 1947 miles de hombres, mujeres y niños comenzaron la marcha desde Las Lomitas, en Formosa, hasta Tartagal, en Salta. Eran braceros pilagás, tobas, mocovíes y wichís. Les habían prometido trabajo en el Ingenio San Martín de El Tabacal, propiedad del magnate Robustiano Patrón Costas. Les iban a pagar 6 pesos por día. Eso justificaba esa caminada de días y noches, más de cien kilómetros con hambre, cargando penurias y humillaciones. En abril llegaron a El Tabacal, se instalaron en las inmediaciones y empezaron a trabajar en la caña de azúcar. A trabajar todos, mujeres y chicos también. Pero cuando fueron a cobrar llegó la estafa: les quisieron pagar solo 2,50 pesos por día. Los caciques protestaron. Pidieron un encuentro con don Robustiano o cualquiera otra autoridad del ingenio. Nadie los escuchó. Pocos días después, Patrón Costas dio la orden de echarlos sin ninguna consideración.
Miles de indígenas –se estima que eran 8.000- con escasísimos alimentos que les dieron pobladores de El Tabacal, emprendieron la retirada a Las Lomitas. Otros más de cien kilómetros a pié con níños, ancianos y el hambre que se fue acumulando en cuerpos huesudos y panzas desnutridas. Se instalaron en un descampado llamado Rincón Bomba, cercano al pueblo. Encontraron allí no sólo un madrejón que les proporcionaba agua, un recurso fundamental teniendo en cuenta el lugar hostil y las elevadas temperaturas, sino también compañía: ahí asentaban grupos de su misma etnia.
Estaban agotados y enfermos. Recuerdan algunas pocas crónicas de la época y lo confirman las presentaciones de los abogados García y Díaz, las madres indígenas recorrían las calles de Las Lomitas y de los parajes vecinos para pedir un poco de pan. La estafa que había protagonizado Patrón Costas contra los braceros se fue corriendo de boca en boca. Por aquel entonces Formosa no era provincia, los gobernantes eran designados por el poder central, es decir, por el presidente Juán D. Perón. Los pilagás decidieron formar una delegación para ir a pedir ayuda. Al frente se pusieron tres caciques, Nola Lagadick, Paulo Navarro (Pablito) y Luciano Córdoba. Hablaron con la Comisión de Fomento. Y también con el jefe del Escuadrón 18 de Gendarmería Nacional, comandante Emilio Fernández Castellano. El Presidente de la Comisión de Fomento se comunicó con el gobernador de Formosa, Rolando de Hertelendy, y éste con el gobierno nacional. Al enterarse, el presidente Juan Domingo Perón mandó inmediatamente tres vagones de alimentos, ropas y medicinas.
Los tres vagones llegaron a la ciudad de Formosa a mediados de septiembre. Pero el delegado de la Dirección Nacional del Aborigen, Miguel Ortiz, dejó los vagones abandonados en la estación tras ser despojados de más de la mitad de sus cargas. Salieron diez días después y llegaron a Las Lomitas a principios de octubre. Los alimentos estaban en estado de putrefacción. Pero aún así los repartieron en el campamento indígena. Las consecuencias fueron de espanto: al día siguiente amanecieron con fuertes dolores intestinales, vómitos, diarreas, desmayos, temblores, por lo menos cincuenta indígenas murieron, en su mayoría niños y ancianos. Al principio fueron enterrados en el cementerio de Las Lomitas, luego les cerraron las puertas y los cadáveres tuvieron que ser llevados al monte. Cuentan que noche tras noche retumbaban los instrumentos en las ceremonias mortuorias. La indignación fue lógica. Las crónicas locales propalaron la versión de que la bronca se convertiría en estallido contra los habitantes y se infundió miedo.
Los indios denunciaron que habían sido envenenados. El presidente de la Comisión de Fomento de Las Lomitas, a su vez, fue a hablar varias veces con el comandante de los gendarmes. Le decía que el pueblo tenía miedo que los hambrientos los atacaran… Obvio, después de las muertes por alimentación podrida, este rumor creció. La Gendarmería rodeó el campamento indígena con cien gendarmes armados y prohibió a los pilagás entrar al pueblo.
Frente a tanta agresión y desprecio, el cacique Pablito pidió hablar con el comandante. El oficial aceptó encontrarse en el atardecer, pero a campo abierto. Allí estuvieron. Era el 10 de octubre. El cacique avanzó seguido por más de mil mujeres, niños, hombres y ancianos pilagás con retratos de Perón y Evita. Enfrente, desde el monte vecino, cien gendarmes los apuntaban con sus armas. Los indios habían caído en la trampa. El segundo comandante del Escuadrón, Aliaga Pueyrredón, dio la orden y las ametralladoras hicieron lo suyo. Cientos de pilagás cayeron bajo las ráfagas. Otros lograron escapar por los yuyales pero la Gendarmería se lanzó a perseguirlos: "que no queden testigos", era la consigna de los matadores. La persecución duró días hasta que fueron rodeados y fusilados en Campo del Cielo, en Pozo del Tigre y en otros lugares. Luego -señala la presentación de los abogados-, los gendarmes apilaron y quemaron los cadáveres. Según la presentación ante la Justicia, fueron asesinados de 400 a 500 pilagás. A esto hay que sumarle los heridos, los más de 200 desaparecidos, los niños no encontrados y los intoxicados por aquellos alimentos en mal estado. En total, se calcula que murieron más de 750 pilagás, wichís, tobas y mocovíes.
Los diarios de aquel tiempo dieron informaciones muy confusas sobre lo que había sucedido, pero ninguno señaló al gran responsable, al hombre fuerte de la oligarquía, dueño del ingenio San Martín, don Robustiano Patrón Costas. Es más, algunos medios informaban de una sublevación. El diario “Norte” del 11 de octubre escribió –una rutina tan presente en todas las dictaduras genocidas- que hubo enfrentamientos armados. “Extraoficialmente informamos a nuestros lectores –señalaba- que en la zona de las Lomitas se habría producido un levantamiento de indios. Los indios revoltosos pertenecen a los llamados pilagás quienes, según las confusas noticias que tenemos, vienen bien provistos de armas (...) Ya se habrían producido algunos encuentros, no se sabe si con los pobladores de la zona o con tropas de la Gendarmería Nacional”.
A nivel del gobierno se trató de ocultar todo.
Hoy quedan aún pilagás que vivieron la masacre de Rincón Bomba y están dispuestos a dar su testimonio. Uno de ellos es el actual cacique Alberto Navarrete, un anciano que habla un castellano articulado como si fuera el idioma pilagá, y que le dijo a la enviada de la revista “Momarandu” que recordaba que era pequeño cuando ocurrieron los hechos. El era uno más de los que regresaban de Salta despedidos del ingenio San Martín. “Yo me estoy acordando del ´47. Gente amontonada en madrejón. Gendarmería disparó. Nosotros pudimos correr al monte. Yo visto eso. Yo declaré eso. Era 6 de la tarde. No teníamos armas nosotros. Correr nomás. Ellos tenían ametralladoras… No sabemos que pasó con todos, con las tolderías. Antes ya habían muerto envenenados. Yo visto eso. Muchos visto tirados, no se si los enterraron. Nosotros queremos saber”.
Las excavaciones fueron autorizadas en diciembre de 2005 por el juez federal formoseño Marcos Bruno Quinteros, en el predio cercano a Las Lomitas que desde 1987 pertenece a Gendarmería. Otro sobreviviente de la masacre colaboró con la identificación de la zona, ahora convertida en un bosquecito. Sin embargo, las exhumaciones debieron suspenderse el 30 de diciembre del 2005, a pocos días de iniciarse, por la feria judicial. Los patrocinadores de la causa resolvieron pedir ayuda económica a Nación porque consideran que están ante una tarea de investigación que demandará meses de trabajo en el lugar.
Estamos pues a sesenta años de la masacre, no vaya a ser que con la excusa de la falta de presupuesto en el Poder Judicial, todo siga tapado.
El pueblo pilagá
Los pilagás –principales víctimas de la matanza- son un pueblo de la familia Guaycurú que habita en el centro de la provincia de Formosa y en Chaco. Junto a los abipones, mocovíes y tobas, fueron llamados “frentones” por los españoles, y guaycurúes por los guaraníes por la costumbre de raparse la parte delantera de la cabeza. Hablan su propio idioma junto con el castellano. Actualmente existen unos 10.000 pilagás repartidos en 19 comunidades en el centro de la provincia de Formosa. Antiguamente fueron cazadores y recolectores. Entre los frutos que recolectaban estaban los del algarrobo, chañar, mistol, tuna y del molle.
Robustiano Patrón Costas
Se trata del más conspicuo político de la oligarquía en la década del 40 del siglo XX. Había nacido en 1875 y el gobernador de Salta lo nombró Ministro de Economía provincial en 1908, oportunidad en que con su hermano Juan se apropiaron de tierras del departamento de Orán que pertenecían a las comunidades indígenas. Con la llegada del ferrocarril, una década después, establece asentamientos indígenas para asegurar mano de obra barata, casi siempre a cambio de vales, y funda el Ingenio San Martín de El Tabacal a partir de lo cual amasa una fortuna con la comercialización de azúcar. Se convierte en el más alto representante político de los terratenientes, es designado presidente del Partido Demócrata (conservador), asume como gobernador de Salta, funda la Universidad Católica de la provincia, luego es elegido senador y jura como presidente del Senado de la Nación. Acuerdan los conservadores con el radicalismo antipersonalista la fórmula presidencial de la denominada “Concordancia”. Esa fórmula será Patrón Costas-Iriondo, pero no llegará el momento de las urnas porque irrumpe el golpe de Estado de 1943. Don Robustiano muere en 1965 sin que sobre él cayera condena alguna por los crímenes de la Masacre de Rincón Bomba.
En cuanto a su Ingenio San Martín, en 1996 es adquirido por el grupo norteamericano Seabord Corporation, beneficiario de la cuota azucarera que Estados Unidos le asigna a Argentina.
A CIELO ABIERTO
Por Arturo M. Lozza
Camionadas de cianuro empezaron a surcar las rutas argentinas desde el puerto hasta la Cordillera para surtir a las minas a cielo abierto de las trasnacionales. Nos dejan el veneno y se llevan el oro y la plata.
La lixiviación es una palabra extraña al oído del inexperto, pero es bueno que la vayamos conociendo porque así se denomina al método que se está empleando en la minería a cielo abierto a pesar de que envenena la tierra, las vertientes y al hombre.
Se trata del proceso por el cual, mediante un disolvente líquido, se separa la materia deseada del cuerpo que la contiene. Por ejemplo, el azúcar se aísla de la remolacha por lixiviación con agua caliente, y los aceites vegetales se recuperan mediante la lixiviación con disolventes orgánicos. Pero el caso es que al oro, o la plata, u otros minerales afines, también se los separa de la roca por lixiviación, con la diferencia que el líquido disolvente que se utiliza no es el agua caliente ni material orgánico, sino cianuro de sodio, si, el mismo fulminante veneno que utilizaban los Borgia en épocas del Renacimiento para deshacerse de sus enemigos, y que hoy las trasnacionales de la gran minería lo usan para recuperar los metales del resto del material removido. Luego de haber cumplido su función, ese cianuro es derramado en los ríos y arroyos, los que irán contaminando a su paso paisajes y poblaciones.
Según el Instituto del Oro (Gold Institute, 1993), la producción de oro por el proceso de extracción por lixiviación con cianuro aumentó de 468,284 onzas en 1979 a 9,4 millones de onzas en 1991. Para alcanzar el nivel de producción de 1991, se trataron más de 683 millones de toneladas de mineral con cianuro. No poseemos las cifras actuales, pero imaginémoslas.
Sin lugar a dudas, ninguna actividad industrial es tan devastadora como la minería a cielo abierto. Porque a la lixiviación por cianuro se le suman otros factores destructivos de vastísimas proporciones. Veamos.
Paisajes que no serán
Las minas a cielo abierto son aquellas cuyo proceso extractivo se realiza en la superficie y con maquinarias de grandes dimensiones que desgarran la tierra en amplios perímetros. Esta es la minería que prevalece, aquella otra, la de nuestros abuelos, la de las minas con el obrero metido en túneles con picos y palas, se está extinguiendo, especialmente cuando se trata de la extracción de minerales como oro, plata, estaño, cobre, hierro y otros.
A cielo abierto se remueven grandes cantidades de suelo y subsuelo, pero el mineral puede estar presente en concentraciones muy bajas en relación con la cantidad del material removido. Por eso, los yacimientos abarcan grandes extensiones, se cavan cráteres gigantescos que llegan a tener 150 hectáreas de extensión y hasta 200 metros de profundidad.
Para tener una idea de la devastación que se ocasiona a enormes dimensiones de terreno, digamos que para extraer solo 0.01 onzas de oro, las compañías mineras necesitan remover y destruir una tonelada de suelo. No importan que sean bosques, laderas de montaña, cuencas hidrográficas, suelos agrícolas o que en esas zonas se desarrollen pueblos y culturas de poblaciones originarias. El metal extraído cotiza en dólares o euros, los paisajes y culturas a destruir, no.
En la explotación, además del cianuro, se apela a cantidades enormes de otros materiales químicos y tóxicos que se depositan en los alrededores junto con rocas trituradas y tierra desgarrada convertida en lodo contaminante.
Pasan las máquinas y las montañas son trasformadas en terraplenes. Arroyos de aguas cristalinas secan luego de habérseles extraído millones de hectolitros, esa agua será volcada en otras vertientes, pero llevando el cianuro y los tóxicos. Una vez extraído el mineral, el cráter dejado por las excavaciones se convertirá en lago, habrán cambiado los paisajes y las alturas trasformadas en mesetas desoladas. Las economías locales habrán colapsado y las poblaciones desplazadas.
Glaciares sin protección
Con abundancia de elementos se trató el caso en el Congreso de la Nación, cuando el año pasado se aprobó la ley de protección de los glaciares para impedir las devastaciones, pero la ley fue vetada por el Ejecutivo a instancias del poder político de las provincias de San Juan, La Rioja y Catamarca donde las coimas y compras de voluntades por parte de las trasnacionales mineras son moneda corriente en Argentina, y no solo en Argentina.
Mucho dinero invierten las trasnacionales en este sector. Junto con los hidrocarburos y los fármacos, la minería quizás sea una de las actividades industriales que más réditos estén dejando.
Según datos de la Secretaría de Minería, entre 2003 y 2007, el total de inversiones acumuladas se multiplicó por más de ocho, pasando de 660 millones a 5.600 millones de dólares. Pero solo la Barrick Gold, la mayor trasnacional en el negocio del oro, con accionistas de la talla de George W. Bush, tiene previsto 3.600 millones de dólares a partir de 2009 para explotar los yacimientos de Pascua Lama, en la frontera con Chile, a 5.500 metros de altura (ver recuadro).
Estas inversiones se han beneficiado por un escandaloso marco legal creado durante el menemato, la Ley de Inversiones Mineras (Ley Nacional 24.196) por el cual el Estado tiene prohibido explotar los recursos mineros: solo le es permitido hacerlo a los capitalistas. Increíble, pero cierto: es quizás la única ley que impide taxativamente a un gobierno intervenir sobre las riquezas de su propio territorio, a no ser en exploración e investigación para beneficio de aquellos intereses que se pongan a extraer el mineral.
Catamarca fue la encargada de arrancar con el primer megaproyecto para extracción de oro y cobre: Bajo La Alumbrera, de las trasnacionales Xstrata Plc, de Suiza, Goldcorp y Yamana Gold, ambas de Canadá. La actividad empezó en 1997 y hoy se trata de la mina más grande del país. Desde entonces las denuncias por contaminación se fueron sucediendo: toxicidad en las aguas superficiales y freáticas, afectación de los suelos, impacto sobre la flora y fauna, cambios en el micro clima, impacto escénico en la Cordillera posterior a la explotación, derrames del mineraloducto que recorre 316 kilómetros entre Catamarca y Tucumán, vertido de efluentes líquidos de su planta de filtrados al canal DP2, etc.
Hoy, las poblaciones se miran en el espejo de La Alumbrera para cerciorarse del futuro que les aguarda.
No a las minas
Pero fue en la chubutense Esquel donde la megaminería encontró un primer gran escollo. Allí, luego de conformar una asamblea multisectorial, la población llamó a una consulta popular que en marzo de 2003 arrojó un rotundo “no” a las contaminadoras trasnacionales y desembocó en la primera ley provincial de prohibición de este tipo de minería. A partir de entonces, se registran movilizaciones multisectoriales, asambleas, acciones promovidas por la CTA y otras expresiones contundentes en rechazo a la minería de la destrucción ambiental.
Entre 2003 y 2008, gracias a la articulación de resistencias regionales, se sumaron siete provincias que sancionaron leyes prohibiendo este tipo de explotación minera. Hoy existen unas 70 asambleas de vecinos autoconvocados y cada vez son más las comunidades informadas que toman conciencia de lo que significa la instalación de un emprendimiento minero a cielo abierto.
El 11 de mayo último más de 1500 personas, con banderas, carteles caseros y ánimos de indignación marcharon desde Juella a Tilcara, Jujuy, pidiendo por el cierre de las mineras de uranio a cielo abierto y reafirmando su voluntad de defender la tierra, el agua y el aire de la Quebrada de Humahuaca. La decisión fue de resistir “con la fuerza que nos da la defensa de lo nuestro y de los nuestros, de nuestra salud y del futuro de nuestros hijos, de nuestras formas de vida, de nuestra cultura y de nuestra Madre Tierra”.
La pelea recién empieza. La lucha actual de los nativos en la amazonia peruana para impedir que las trasnacionales se hagan cargo de la explotación minera y petrolera de 45 millones de hectáreas de su territorio, es un paso histórico.
De todos modos, en Argentina son numerosos los proyectos para instalar nuevos emprendimientos, entre ellos, Agua Rica, que pronto entraría en explotación en Catamarca (tres veces más grande que La Alumbrera), Famatina, en La Rioja, y Pascua Lama en San Juan.
Mientras tanto, después de lo de Esquel, ninguna otra consulta popular fue permitida. Es más, los gobiernos de San Juan y La Rioja ejercen censura para impedir que se conozcan los daños irreversibles de la minería a cielo abierto y los intereses económicos que unen a sus gobernadores con las trasnacionales.
Bajo ese manto de ocultamiento y de legalidad entreguista, la explotación a cielo abierto avanza silenciosa y vertiginosamente como una de las expresiones más despiadadas del capitalismo.
----- La destrucción del glaciar Pascua Lama
La empresa canadiense Barrick Gold ratificó que comenzará con las obras del cuestionado proyecto de Pascua Lama aprobado por los gobiernos de Chile y Argentina. Las obras finalizarán hacia fines de 2012 o principios de 2013, si es que las reacciones del pueblo no le ponen freno. En el caso que los planes se concreten, ello significará la destrucción de montañas y del glaciar Pascua Lama para poder extraer de 750.000 a 800.000 onzas de oro anualmente, más 35 millones de onzas de plata una vez que opere plenamente.
La explotación minera está situada en la Cordillera de los Andes, en una amplia extensión que abarca territorio argentino y chileno, lo que la convierte en el primer proyecto minero binacional del mundo y en una de las explotaciones auríferas mayores del planeta.
Barrick Gold se llevará el oro y la plata, Argentina y Chile quedarán con las tierras y aguas contaminadas, con la Cordillera aplanada, sin el Pascua Lama y sin las riquezas paisajistas y de flora y fauna de la zona.
Según se desprende de los propios datos que la Barrick Gold entregó a la provincia de San Juan, la explotación de Pascua Lama demandará en tres años:
* Roca removida con explosivos: 1.806 millones de toneladas (82% será mineral estéril), es decir, 4 toneladas de roca cada 1 gramo de oro.
* Agua: 135 millones de m3 (135.000 millones de litros).
* Cianuro de sodio: 379.428 toneladas (transportado en 29.946 camionadas los cientos de kilómetros desde el puerto hasta la mina).
* Explosivos: 493.500 toneladas.
* Gasoil: 943 millones de litros.
* Nafta: 19 millones de litros.
* Lubricantes: 57 millones de litros.
* Electricidad: 110 MW de potencia promedio a partir del 3º año.
IDA Y VUELTA
En los inicios del milenio vivíamos en San Pedro, provincia de Buenos Aires, junto al río Paraná, barrio Las Canaletas, esquina La Laguna y San Lorenzo. Eran momentos de desempleo y de una decadencia que no tardaría en abonar los brotes de un nuevo tiempo. En ese instante y en ese sitio asomaron estos versos.
A. M. Lozza
El lugar adonde estoy
Don Francesco Fiasche dio un salto de treinta días, dejó Coccorino en Calabria, frente al Tirreno, y desembarcó en San Pedro de Argentina con un equipaje de melancolías.
Cruzó el Zanjón de Moras, asomó al Paraná,
lo sedujeron olivos salvajes de la barranca,
encontró en ellos las semejanzas para aliviar la melancolía y dedujo:
Estos olivos parecen de Calabria, pero son libres,
el Paraná es como el Tirreno, pero marrón y dulce,
la tierra es negra y húmeda, crecerán las ilusiones:
aquí me quedo.
Eligió esposa, Esther, criada por ingleses bajo normas de formalidad.
Nunca pudieron tener hijos.
Compró una hectárea junto a la laguna San Pedro, con casita de madera.
Subido al mirador, veía hacia el este el paso de los buques rumbo al puerto, y a sus pies lechugas, berenjenas, pepinos y tomates que había sembrado.
El Paraná era una sangría portentosa de selvas lejanas que se venían encima, pero doblando el Obligado, en San Pedro, se dejaba estar en islotes de un Delta entre los arroyos mansos donde la embestida tenía apenas la forma de un remanso.
Doña Esther y don Francesco adoptaron dos nenas, Marta, mi ahora esposa, y Olga, la menor.
Las contemplaban correr entre la huerta.
Era sabido que el Paraná desbordaría un día, y que de los remansos brotarían caudales imbatibles.
Ese día llegó, la inundación llevó la casa, el mirador y la huerta,
pero dejó la ilusión.
Como él era albañil capacitado en piedras, en escaleras que doblegaban cuestas –pautas de buen calabrés-,
construyó una casa fuerte, como corresponde,
ladrillos y revoques.
Sus restos se ven donde hoy habita Olga.
Esther no quería dar motivos al qué dirán y se preocupó de enviar a las niñas en almidón con guantecitos blancos a una escuela de monjas.
Lo demás le molestaba.
Lo demás era:
rabanitos y zapallos,
papas y camotes,
albahaca y salvia,
cítricos, duraznos, damascos y pepinos, azafrán, perejil y nísperos,
una rara planta de origen italiano llamada quinquo –o algo así- de frutos ásperos y dulzones,
un árbol de granadas, tabaco para uso propio,
maíz, frutilla, en fin:
una hectárea de regocijos, aromas y colores.
Trabajo y buen gusto prendieron en la tierra.
Mermeladas de frutales,
orejones secos de tomate,
gallinas cacareando huevos,
escabeches y aceitunas en salmuera.
Los mate-porongos
bailaban al Paraná entre las brisas,
y Miguel Angel Prelato, padrino pintor de atardeceres,
saboreaba de visita comidas y amistades.
Tanta belleza. Tanto estrago hoy.
Don Francesco murió de cáncer en la próstata,
el pintor padrino internó su barcaza en el paisaje y desapareció entre amarillos y las sombras.
Llegaron dictaduras.
Marta huyó,
Olga se casó con un obrero del papel que quedó cesante,
el sol emergió por otros lados,
el otoño congeló en inviernos,
los milicos ululaban represiones
y un manto de nieblas cayó sobre San Pedro.
Esther viuda volvió a casarse, y enviudó de nuevo.
Entre viudeces destruyó molestias.
Abandonó la quinta,
otra inundación ayudó al derrumbe,
y la pobreza cubrió la hectárea de habitáculos, de nuevos caminantes,
esta vez golondrinas del norte,
marginados.
Los restos de la casa de don Francesco están en la esquina de La Laguna y San Lorenzo,
en los inicios del barrio Las Canaletas,
donde un paraíso agoniza y los chicos juegan a las bolitas cuando se endurece el lodo.
Como don Francesco, pero sin la tierra,
sin olivos que alivien el destierro, aquí estoy.
Escribo.
Además, hago que la harina se derrame en churros.
Si, me convertí en churrero de vecinos marginados.
Y Marta ya no huye,
contempla desolada.
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¿Por qué?
Acumulé años, hijos, nietos y rendí exámenes,
llevo escritos millones de papeles,
divulgué noticias en morse, en las viejas telex y no me rendí a las computadoras,
pude reportear a presidentes y cirujas,
hablé con Fidel y con el Chicho,
incurcioné por clandestinos parajes de guerrilla en el Chile del Pinochet,
estuve en Nicaragua, Cuba y en la frontera ruso-china con los cañones alertas,
caminé Praga, Berlín, Madrid, París y Roma, como se estila,
y escribí artículos y libros que no quiero volver a ver.
Pero nadie me quita Siberia, las penínsulas árticas de cristal y el río Yenisei helado transitado en viejo bus,
Viví semanas en poblados de madera con cazadores neneitses y nanaitces
en la región de Ussuri donde osos y tigres reinaban hace tiempo.
Pasé niñez y adolescencia a tres cuadras del Obelisco y también en un monte de algarrobas en Los Juríes,
sitio de charatas y quishcaloros,
quiero decir, maticé mi urbanismo con espasmos vegetales
y al parecer encontré la síntesis.
Quizás por eso escapo de cierta gente,
por eso planto árboles y jardines,
hago asados,
y degusto los gustos múltiples de la naturaleza,
del quesillo de cabra, por supuesto.
Crucé treinta y tres veces el Delta del Paraná,
hasta dirigí revistas de cocina en cada orilla.
Practiqué lucha de ideas y escribí algunos libros al respecto.
También edité a otros, al Che, Fonseca y Puigjané.
Salvé el pellejo en dictaduras.
Insaciable, me interné por las irresponsables audacias que me llevaron a otros cielos,
a paisajes muy tortuosos,
a ciudades y montes cargados de ansiedades, de ardientes esperanzas.
Y con tanta carga encima, luciendo curtida y desprolija barba en canas,
aquí me ven, con delantal puesto y engrasado,
amasando churros y desprendiendo aromas de fritanga.
Enfrente, la barranca; atrás, el Paraná, y yo al borde de un abismo.
Veo a Matilde en el boliche,
en los atardeceres Ramona ofrenda su sangre a los mosquitos.
Tarucha asoma cuando convoco al campeonato de bolitas y observa extrañado mis lentes y mi lupa.
El viejo Chancleta hace de Vizcacha y a la vez corteja a Olga, separada.
¿Qué hago aquí, carajo!
¿Este será mi rincón final, el ostracismo?
Llegué huyendo de las mediocres rutinas.
Escapé de tanta indiferencia,
del “no se puede”.
No los soporté, ni en los peores trances.
Entonces busco.
Desocupado me busco y laburo busco,
llevo desesperación a cuestas sin un mango en el bolsillo.
Mientras aguardo que me compren churros, escribo
porque pese a todo no soy Nadie.
Sé que si no los vendo, y casi nunca los vendo a todos, vendrá Olga,
se sentará a mi lado,
y envuelta en música villera
saciará su hambre comiéndose docenas de churros de la sobra,
sin interesarse en nada.
Hago balances,
las orillas pobres del Paraná predisponen al balance,
revuelvo sueños,
rescato amores de un pasado,
afloran resentidos, fastidiosos hipócritas,
también queridos compañeros,
la suerte de mis hijos, Marta.
De repente, y siempre de repente, como un pánico,
emerge la ansiedad, pretendo estallidos,
disturbios que sacudan conformismos.
¿Quién me incita a zamarrear mediocres,
a patearle el culo al resignado?
Pero “si estos que llamás mediocres
están mejor que vos,
¿no te das cuenta?
¿Acaso la mediocridad no está contigo,
no le diste forma de un churro
y lo estás vendiendo a diez centavos
como si fuera una exquisita joya de sabores
capaz de trasformar el perro mundo?”
Es verdad. Despido olores a fritangas
en este paisaje de despojos y de ruina.
Todas mis acumulaciones, todas,
libros, viajes, artículos, árboles, asados y revistas,
terminaron en un mediocre churro azucarado.
Ahora que lo pienso,
¿no será este miserable churro
mi última manera de matar la indiferencia,
o el gran invento de la comunicación?
Aquí estoy, entre la barranca y el Paraná.
Veo personajes deslizándose a ninguna parte,
me saluda Rimbaud rumbo al infierno,
Symns coloca su imagen en mis lentes,
da tres toquecitos en mi cabeza y digo:
bien valen las opciones del tal Symns.
Lo recuerdo bien a Enrique Symns,
absorto,
de caminar lento,
indiferente a la idiotez,
enchufado en sobretodo negro,
trayendo sus escritos y presagios.
Lo conocí en la redacción de Sur y nos decía:
“Todos los días nos vemos obligados a escoger entre ser el guerrero-pirata-loco-extraterrestre, o ser el lamemocos-que solo quiere casarse-escribir el libro-alquilar el depto-comprar marihuana para llenar de escombros su vacío.
“Es más cómodo viajar en silla de ruedas sobre las autopistas de las emociones controladas.
“Es más cómodo que andar rengueando por caminos desconocidos.
“Es más cómodo internarse en el asilo de las costumbres que seguir recorriendo nuestro miedo a la oscuridad”.
Y yo estacioné ahí, precisamente.
Aterrado veo.
Veo que antes de subir a la barranca
hay un floripondio que me observa,
tiene hojas muy grandes, muy verdes,
flores gordas suspendidas de un hilo que se alarga.
Huelen redondo esas flores,
me mueven sus caderas,
suplican danzando que las tome,
que las absorba hasta el hartazgo del goce sin retorno.
Pero no, no ha llegado aún ese momento,
debo seguir andando por el miedo
aferrado al sentir de las palabras.
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El fin de la culebra poeta
Después de años de inútiles intentos,
aureolas suaves de culebra,
perfumadas,
se deslizaron predispuestas
a grabar con sus ponzoñas dulces
los armoniosos versos
de un concierto de ensueños.
Pero apareció Alberto,
el villero sin dientes
de oficio multiuso, comedido,
que me anunció contento:
"Hoy dan una película de guerra".
La culebra se enroscó molesta
pèro insistió en verter su veneno dulce
porque –sostuvo- el Paraná induce, hipnotiza,
y porque la barranca pinta verdes con ojos ceibos.
Intenté entonces otra vez
transitar aureolas con las ponzoñas dulces.
Me concentré,
una sílaba en curva sonó en clave de sol,
un acento ridículo acentuó la armonía,
y empezaron los versos
a darle forma al olvido.
Asomó entonces Federico,
el chico de la nariz chata
que juntaba moneditas
para helados de diez,
miró mi escrito y dijo insolente:
"No te entiendo la letra".
Lo obsevé,
suspiré,
un mosquito se posó en mi nariz,
el gato acomodó el aburrimiento sobre mis piernas,
una chicharra agitó el calor,
goteó mi frente el aroma pesado
de esa tarde de enero,
e indignado, al fin,
traté de rescatar del presente a la aureola encantada.
No me dejaron.
Un golpe de risas,
de patas descalzadas,
y el chasquido de un cinto
sobre el llanto de Manuela,
ahuyentaron la culebra,
dejaron disonantes los sentidos,
la clave de sol se escondió detrás de una cortina rota
y a mi me estrellaron sin remedio
en la esquina de barro: San Lorenzo y La Laguna.
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Zanjón de Moras
El Paraná penetró en San Pedro
por el lugar de las moras.
La barranca, seducida, abrió sus pliegues al río
y los follajes, densos, nutrientes, hicieron de placenta.
Nadie se atrevió a descubrir
lo que en sus fondos organizaba el río.
Nadie, hasta que Cacho Malaponte,
el más honesto ladrón de la comarca,
descubrió en el zanjón una guarida abierta.
Llegaron después Pichón de Indio,
el Bizco Gómez y Fermín el Tuerto,
graduados en cirujías y aguardientes.
Fueron ellos los primeros partos
del Zanjón de Moras placentero.
Nacerían con el tiempo los del cítrus,
curtidos obreros de los surcos.
Si habláramos de límites, diríamos
que desde las groseras carcajadas del zanjón,
hasta los aullidos del Lobizón en la Bajada de Chávez,
se extendió por fin Las Canaletas.
Don Francesco,
el de la quinta de aromas a comida,
vió brotar el barrio en blancos puntiagudos.
Un puente de maderas e hierros oxidados
uníó al poblado nuevo con San Pedro.
Fue lugar de duelos a cuchillo,
del paso del Guaso a la pensión de putas,
allí al Macho Blanco
le abrió el malevo la panza de un puntazo,
y Dientes de Oro,
cargador de bolsas en el puerto,
sobrevivió a cuatro balazos de la mafia.
Los fondos del zanjón y su placenta
se fueron de noche poblando de aquelarres,
hasta las cinco en punto, madrugada,
que comenzaba la otra ceremonia,
la del desfile de peones a la fruta.
El paso previo hacia el trabajo
era el bodegón de Castagnola
donde una copa desbordada de Piragua
servía de caña combustible.
Llegaron nuevos inmigrantes,
plantó el polaco un jardín de tomates,
mujeres costeras color de tierra
tejían las redes del pescador,
mientras San Pedro daba naranjas, duraznos,
racimos de boxeadores, gritos de lobizón.
Pero el día que se ciñó la niebla,
cuando irrumpieron las marchas y las botas,
el terror se abalanzó impune,
hubo secuestros, torturas.
Camalotes humanos flotaban el Paraná.
Por tantos cuerpos lanzados
a los fondos de aquel Zanjón,
las moras se marchitaron,
y en féretros de yuyo y barro,
ese Zanjón ya sin moras
guardó en la eternidad
los fantasmas de la pasión.
Alimentados a muerte,
los ceibos brotaron rojos
con ramajes de costra dura.
Por la enramada,
filtraban los gritos del alma
que golpeaban por los cuarteles.
Entonces mandaron máquinas,
llenaron el Zanjón de tierra,
lo cubrieron de un parquizado,
Abajo quedaron los ceibos,
los muertos y las pasiones,
arriba derrota,
indiferencia y turismo,
Pasaron años, una generación casi,
donde antes era Zanjón, hoy es plaza,
cesped, bancos, arbolitos,
chalets enfrente.
Ayer los observé: muy pintoresco.
Pasaban turistas,
olían a nafta.
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Palmeras violetas
Miguel Prelato partió en su barcaza Serpentina
y lo último que le llevó el viento desde tierra
fue el aria de una ópera de Verdi
que Ada, su sobrina, cantaba en esa noche,
simulando multitudes, ensimismada.
junto al ventanal de rejas
y su sombra hecha silueta sobre el río.
Ada está aún ahí,
en el viejo caserón de las penumbras
atrapada en los aplausos del pasado,
aguardando que Miguel llegue y le cuente
cómo montado en la calandria que le pintó al cielo
registró los misterios de sus deltas.
Había cargado en Serpentina los óleos y las telas,
los pinceles y el objetivo abstracto, obsesivo,
de descubrir los colores inauditos, únicos, irrepetibles,
que se esconden detrás de cada rato.
Conocía el Delta como ningún otro,
es más, le descubrió luces que otros nunca vieron.
Se esmeraba en mostrarlas, desbocadas.
Fue inútil, solo él las percibía.
Había encontrado el ocre del menguante,
los amarillos pálidos del totoral herido,
el azul Prusia de la noche, el carmesí en el remanso manso,
y la línea bermellón que agonizaba
en los aleteos del alba y sus zozobras.
Prelato daba clases de luz impresionista
en la oscura biblioteca de San Pedro,
Explicaba que Picasso, y solo él,
podía desarmar al mundo en su cubismo
y volverlo a armar con más justicia.
Enmarcado por estantes con libros de Conrad,
exaltaba los cromatismos de Seurat y de Renoir,
los fogonazos de Van Gogh y la negrura de los monstruos de Allan Poe.
No lo entendían,
San Pedro solo aceptaba lo correcto,
no veía los pétalos cruzar el río,
no saboreaba los camotes que sembraba,
y menos aún la naranja almíbar del ombligo,
no olía el rumor rosado de las nieblas,
ni intentaba darle vida a tanto lodo acumulado,
eso sí, lucía veredas limpias con sus rosas insensibles
y veneraba la belleza de un orden sin arrugas.
No,
no era ese el mundo de Prelato,
Para ir a la quinta de Francesco,
a saborear tomates secos sazonados de oliva
y contarle hazañas a su ahijada Marta,
Prelato descendía sin apuros
por la pendiente de Via de Mallorca,
Es que justamente por esa parte de barranca,
se mostraban las palmeras más hermosas del planeta,
las que elevaban sus palmas remando en el viento,
las que dejaban desnudas sus escamas curvas,
y expuestas al deseo en el barranco
los racimos dorados de la fruta.
El pintor las contemplaba
y así, pesándolas con la mirada,
descubrió la maravilla, la física intuitiva:
que especialmente en los últimos minutos del sol en su caída,
las palmeras se vestían de violeta.
Llevó a sus alumnos a Via de Mallorca,
pero ninguno vio los golpes del violeta,
ni sus alumnos ni los mandantes del municipio.
Quizás por eso, al entrar la dictadura,
ordenaron arrancar tales palmeras
y cubrir los pozos con un césped uniforme, bien prolijo.
No,
no es este mi mundo, repitió Prelato,
y cargó su barcaza Serpentina
la noche en que Ada, su sobrina,
cantaba la opera en la reja.
Torció hacia el Delta su navío
llevándose el canto en los bolsillos.
“No se preocupen por mi”, fue lo que dijo,
y se internó por los secretos susurros del totoral cuando rinde pleitesías.
Prelato nunca retornó,
el río tampoco devolvió a Serpentina.
Nada.
El pintor quedó flotando por propia iniciativa,
en los matices del Delta y sus misterios:
había comprobado que aquellos colores que él amaba
jamás podrían ser encerrados en un marco.
(Hace tres días, en ese recinto de la Biblioteca donde Prelato daba sus clases de luz impresionista, premiaron a Marta por uno de sus cuentos sobre el Delta. Prelito, su padrino, no estaba entre los que aplaudían, espiaba feliz por el ojo de una calandria agazapada en los colores de una de sus telas).
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Marta sin H
Mi Marta no tiene H,
puede ser esto o aquello, menos muda,
tiene júbilo de voz a carcajadas.
Lleva la M de Magia, de Memoria,
de la Mierda que te arroja
cuando la agarrás torcida.
Su primera A es de Abismal y del Abrazo con un beso en la mejilla,
y la otra viene de Acrata,
de Anarquista nouvelle vague
con angustias muy adentro.
Tiene la R de un Rock
y de Risas de puta que escabulle el bulto.
Orgullosa portadora de la T,
T de Trabuco y de Tormentas,
una T de Tesoros que no encuentra,
de Ternura desplegada.
Carga además varias letras que nunca se pronuncian con su nombre:
la V de Vendetta y de Violenta
cuando la cuerda del violín le deja al descubierto su locura,
deambula en su andar una I de Incierta,
una F de Frágil y una D de Dieta permanente,
una S de Sobreviviente,
otra M, la de Madre,
y una E, la de Esposa y de Enfermera solidaria.
A los pocos días de retornar a San Pedro
se le adosó una Ll,
Ll de Llanto por los fantasmas,
por los cascarudos negros que filtraban de noche por la puerta,
Llanto porque ya la huerta no existía,
Porque la casa de infancias derruída,
tuerta,
con persianas telarañas,
la miraba triste y suplicante.
Esther, con H de Hueso y Hojarasca, continuaba aferrada a los tiempos de las monjas.
Ya no estaban aquellos amigos de los versos, de los primeros periodismos y rupturas,
Se encontró entonces Marta
en un desierto desabrido de cristales falsos, de apariencias,
Brotó entonces esa Ll de Llanto,
También la I de Infarto,
la D de Desolada y Deprimida,
y la B de Bruce, su perro,
que la protegió en el desierto,
que espantó los cascarudos, y no se apartó de ella.
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El ritual de Ramona
Ramona Paranola mira,
mira, redonda,
hedionda,
un punto en el vacío.
Caderuda,
horas sentada,
sin palabras,
mira al frente,
inmóvil,
Blanca le ofrece un pan,
mastica.
Abdomen de pliegos,
pechos derramados,
volumen,
espera que el sol se vaya.
Por fin al crepúsculo,
un zumbido la tensa,
alerta:
es la hora sin la cual
no habría razón de otras horas.
Estira las piernas,
las estira, y sus pelos,
alambres negros,
apuntan.
Tiene uñas de lata,
descalza.
Los mosquitos llegan del norte,
siempre vienen del norte,
ven a Ramona, le danzan,
se precipitan luego,
furiosos, hambrientos,
sobre las piernas rectas,
sobre las carnes blandas.
Sonríe Ramona,
dientes torcidos, verdes.
Los aguijones horadan,
toman la sangre,
Ella no se mueve,
se le inflaman los ojos,
sufre gozosa y huele,
huele el olor del norte,
caliente, húmedo.
Suda.
Vive el momento único,
el más importante,
el de sentirse el centro
de un ritual sagrado,
infalible.
Si, solo Ramona,
Ramona Paranoia,
aprendió a medir los tiempos
que van de un mosquito en danza
hasta el mosquito muerto.
Transita el tiempo,
inmóvil,
hasta el preciso instante
que los observa lentos,
pesados,
comprueba que buscan reposo,
confiados:
ese es el momento.
Pero hay un suspenso,
donde aspira profundo,
estira las manos,
las coloca prudentes
para no inquietar,
para sorprender.
Lanza de pronto el grito,
de ofensiva el grito,
Si, ese es su instante,
su hora de dicha,
es la poderosa patrona
de la vida y la muerte.
Ataca,
torpe ataca,
aplasta mosquitos
sobre sus piernas rectas:
palmas sangrientas,
alas partidas,
tambalea la silla,
se sacuden los brazos,
abalanzan, golpean,
son descontrolados péndulos
que remolinan el aire.
Cruzan zumbidos,
ladran los perros,
Ramona que grita,
los pliegos que pliegan,
que se despliegan,
se exprimen, dilatan,
ojos en blanco que saltan,
piernas de rojo,
dientes de verde,
alas partidas,…
Cumplido el ritual,
levanta caderas,
repliega los pliegos,
y uñas de lata, descalza,
enfila hacia el norte,
cansada,
al caserío oscuro
en la quietud pesada.
Ya domina la noche,
el silencio,
las ratas.
Entre paredes rotas
y tetrabreacks vacíos,
otros insectos la aguardan.
Bípedos marginados,
agazapados,
alientos a vino agrio,
vómitos.
Ansiosos la toman,
la arrojan,
se le deslizan por el abdomen plegado,
la aguijonean, la absorben...
Ramona Paranola,
alas partidas,
manos con sangre,
vientre violado,
duerme al fin la noche,
abrazada a la esperanza de que,
al final del nuevo día,
el rito de los mosquitos
la encontrará en su silla.
Después, ella lo sabe, volverán mañana:
los vampiros no faltan nunca a la cita,
a la misma hora,
a la hora de Ramona,
después de los mosquitos muertos,
clavarán sus colmillos
en las carnes tibias,
ladrará un perro,
asomará la luna,
roerán las ratas,
y una brisa larga hará sentir el murmullo
de las hojas secas borrando el camino.
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Tarucha
(A Federico García Lorca)
De lento en lento,
sin una alarma,
sin ver que se avecinaba,
una cortina de niebla
se fue ciñendo a las casas.
No abrieron más las ventanas,
las puertas quedaron muertas,
ni un caminante, ni un canto,
ni la gallina y sus pollos
picaron más las semillas caídas
del camión volando al puerto.
Ni camión, ni gente.
Nada por aquellas calles mojadas
sucias de no pisarlas nadie.
Las horas siguieron horas
pero las tardes nacieron tristes,
más suaves, declinantes,
por esa nostalgia de plomo
que entumece los paisajes.
Matilde no abrió el boliche,
transeúntes ya no había,
los vecinos ni salían,
no compraban ni arroz, ni pan, ni vino,
el loro ya no chillaba,
¿para qué abrir el boliche,
si el letargo aprisionó la vida?
No hubo lágrimas,
ni impulsos, ni siquiera hambre,
los catres estaban panzones
de gente que se ha quedado
con los pájaros sin vuelo
debajo de una frazada
agujereada de frío.
Llegada la noche un día,
Tarucha rompió la niebla,
salió por la puerta muerta
y se dirigió a cualquier parte.
Arriba de la barranca
flotaba la casona blanca,
Tarucha la vio hermosa,
y trepó por las tejas rojas
para probarse un vaquero
que lo invitaba a un paseo.
En el salto sonó la alarma,
los sueños se le esfumaron,
Tarucha intentó seguirlos
brincando por pastizales
seguido por los azules.
Desde las calles mojadas
sucias de no pisarlas nadie
se escuchó por fin el susurro
de algo que se venía,
creyeron que era trabajo,
que por fin chillaría el loro,
que Blanca iría por churros
y Gonzalo por mandarinas.
Pero cuando la ventana abrió,
la ráfaga de un estampido
metió a la muerte en las casas.
Tarucha estaba tendido,
sobre su sangre en la niebla.
El ulular de sirenas
-trompetas de luto villero-
anunció la muerte nueva,
por esas calles mojadas
sucias de no pisarlas nadie.
Volvieron los cuerpos al catre
esperando otro susurro.
"Huelga", informó lejos la radio,
huelgas y piqueteros.
Pero en Las Canaletas,
sin pájaros y ya sin sueños,
borrados por tanta niebla,
ni radio ni ruidos se oían,
solo trompetas villeras
de luto, de vez en cuando.
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Lluvia
Hay un jirón de nubes agoreras.
Hay pesadez que aplasta desde el río.
Hay cien miradas que presienten en el aire
la llegada de un diluvio y estallidos.
Hay un llanto por la subida de Chávez.
Hay un borracho que vomita bilis.
Hay perros que huelen relámpagos
y un bataraz desplumando vientos.
Hay una gota que sacude el polvo.
Hay un olor gris a vapor de tierra.
Hay una ráfaga que despeina sauces
y el trueno manda obediencia al hombre.
Hay un oscuro temor de cielo derrumbado.
Hay infinitas perlas inundando huellas.
Hay un concierto uniforme de platillos
y las barrancas sueltan sus cabellos de agua.
Hay senderos que hierven sumergidos.
Hay muertes navegando en las cascadas.
Hay camalotes que coronan la vida en estallidos
y un Paraná sediento que absorbe sus raciones.
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El boliche de Matilde
A dos cuadras de la laguna,
envuelto en vahos y fermentos,
encontrarás el sucio boliche de Matilde.
Si pretendieras, también vos,
desinfectar tus bigotes en la espuma,
tendrás antes que aceptar las jodas parroquianas
y aspirar resignado el humo de tantos fasos.
Apoyarás un codo en el mesón gastado,
le estamparás los círculos del vaso,
te irás encogiendo lentamente,
metiéndote adentro de vos mismo
bajo la mirada sin nada de Matilde,
agarrada al cuaderno de las deudas.
Al cabo de las noches y las muecas,
descubrirás que las moscas que te cantan al oído
son tus amigas implacables, imbatibles.
Te atrapará el letargo.
Inmóvil y sujeto a una botella negra,
verás como los sapos apretarán tu angustia
con el metálico croar desde el arroyo.
La rutina de tragos pondrá un telón a tantos grises,
y quedarás conforme,
lo de atrás no habíá ocurrido,
cuanto mucho será apenas un museo.
Como Alberto, Chancleta, El Pelado y José,
concluirás que no hubo lo que hubo,
y que el ahora de plomo ha acabado con tu vida,
pero sin pelea,
sentado en un mesón de borrachera.
Te juzgará el Gardel mudo colgado,
con la sonrisa torcida por el vidrio ajado,
notarás entonces que la flor de su solapa
luce manchada con estiércol.
Preferirás ser un perro y te acercarás a Matilde,
le moverás la cola, ella secará sus manos
en el delantal de hilachas y no te dará ni un hueso,
ni un fiado.
Colgado de una rama muy frágil
saldrás conmigo a ese amanecer fresco
que ahuyenta los vahídos,
y juntos andaremos los tumbos del camino
balbuceando un trabajo que te sujete a San Pedro.
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Niña Bonita
Se llama Jimena,
Jimena Junco,
número quince
de dieciseis hermanos.
Tantos hijos juntos,
una sola madre,
desconocidos los padres.
Litoral machista,
dioses de carne,
sexo Jimena,
Jimena púber
en los duraznales.
Racimos de machos
entre los azahares,
el hombre del citrus
se llevó a Jimena.
Ella de quince,
embarazo a cuestas,
cachetes rosados,
se juntó Jimena.
El hombre del citrus
cosecha a cosecha
le dio hijos huesudos,
hembras y machos,
morochos y duros
como papá del fruto
y mamá Jimena.
Hijos tras hijos,
dientes caídos,
aliento a mate,
labios gastados,
y el grito que llama
a los hijos sueltos
para el guiso espeso
en días de invierno
y humedad de río.
Año tras año
en un paisaje de machos,
brotes que brotan
en los naranjales,
vientre que late
suplicando un goce,
coitos de citrus,
agrios, ansiosos,
sin un dulce orgasmo.
Quince más, Jimena,
y a los treinta,
abuela.
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Te llevó la Muerte
Espantada escapa la muerte.
Allá va.
Agarrala.
Huye de su propia muerte.
Que no escape.
Matala.
Se escondió en el sudor penumbroso del norte,
en el ceibo marchito
y en el paraíso gigante de las chicharras ebrias.
Huye,
está en el grillo que gime en tu lecho.
Salta,
cabalga pestilente sobre gusanos verdes.
Escarba,
Se arrastra en los túneles de las lombrices ciegas.
Huye de su propia muerte.
Que no escape.
Matala.
Se sumerge,
late en las entrañas grasosas del surubí
y en el murmullo cascabel de las aguas del pantano
que se escurren como víboras por el paisaje mudo.
De miedo, huyendo, rozará la nave del pintor padrino,
hundirá en la zanja al rancho y a los hijos del bolichero amigo,
infartará el miocardio del solitario rey de los piojos.
Espantada escapa la muerte.
Allá va.
Agarrala.
Se infiltró en la dura cobertura de los hechos
y sembró escepticismo en los instantes,
creó la idiotez, la perversidad de las rutinas,
destrozó esperanzas y de un solo guadañazo
decapitó el futuro, el sentido de las cosas.
La encontrarás ahora en aquella iglesia,
entre el tintineo sin eco de la campanilla agónica,
la perseguirás por los bolsillos rotos,
por las hediondas cavernas del desempleo,
descorrerás las cortinas de zaguanes sórdidos
hasta llegar a las úlceras que te arderán de odio.
La estrangularás, entonces.
Te vengarás, entonces,
sin contemplación, de un solo impulso,
por tanta vida estéril que te empujó a la muerte.
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Una rosa
Desde el ángulo gris del tiempo,
espeso,
misterioso,
Desde el barro, la llovizna
y los charcos sucios que deja el Paraná,
apareció María en bicicleta
espantando nieblas.
Ojos negros, menuda,
pollerita pobre,
una sonrisa adolescente
le bailaba entre los gestos,
Descendió tranquila,
tres segundos observó mi barba,
otra sonrisa con dientes
y me pidió un churro.
-Diez centavos...
Siguió mirando.
Tomé la moneda
y ella sin decirme nada,
extrajo desde un atrás,
desde el atrás del futuro,
desde el atrás del pasado,
desde el atrás,
una rosa rosada sampedrina.
Me la obsequió porque sí,
porque yo,
porque nada.
¿Por qué?, le pregunté,
y no me dijo nada.
Le pregunté su nombre,
me respondió María.
Le pregunté... y ya no estaba.
Solo la rosa quedó conmigo.
Ahora escribo,
Con la rosa prendida de mi oreja
y sigo preguntando,
no entendiendo
de que fue por nada
que esa flor María
se aferró a mi estrago
sin decirme algo.
Ojalá existieran presagios,
milagros,
anunciaciones.
¿No sería esa rosa
un punto final
a tanto tiempo sin tiempo?
Porque necesito esa flor María
que me devuelva la esperanza
de que llegue el día,
desde el atrás,
rumbo futuro,
donde flote entre manos duras,
sobre un Paraná barro solidario,
el jolgorio de la gente mía.
Con María flor, multiplicada,
rosa rosada,
por nada,
por todos.
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Adiós a San Pedro
Por las mismas razones que vinimos,
cargamos muebles, libros, algunas plantas, dos perros, un loro,
y retornamos.
Fuimos apretados en la caja de un camión inmenso, entre colchones, bibliotecas y animales.
En sentido opuesto viajantes felices del verano nos dejaban la ráfaga del viento;
se dirigían a la cadena de hoteles con estrellas que se instalaron muy cerca de donde antes lucían las palmeras violetas de Prelato.
San Pedro se llenaba de turistas que nunca supieron que en ese paraje,
con rosas en las calles,
hay un barrio llamado Las Canaletas donde habían vivido Tarucha, Chancleta, Ramona, Blanca y Federico,
donde Jimena convoca al follaje de nietos y de hijos
al plato de guiso que los une al mediodía,
que frente a lo que fue una churrería,
en San Lorenzo esquina La Laguna,
sobrevive el boliche de Matilde, monumento al olvido,
que hay un Zanjón de Moras que cobija pasiones que volverán a estallar algún día,
que en San Pedro hay una biblioteca centenaria
donde iluminaron las luces de Prelato,
que por allí pasamos sin haber construido una esperanza
y que retornamos por el mismo camino que ellos van,
pero en sentido contrario.
El cemento que nos moldeó, nos ofrece de bienvenida un concierto de cacerolas ejecutado por muchedumbres que se lanzan a las calles:
Si, carajo, volvemos a Buenos Aires y no solos,
cargamos con dos perros, un loro y un hijo adolescente.
Abran paso, que llegamos cargados de ilusiones,
con una derrota más en las jorobas,
con un cicatrizado infarto en la sobreviviente Marta,
pero también con estos versos, que no es poco,
sabiendo, sobre todo, que ya no quedan en la tierra
esas islas de arenas blancas,
ni esos plácidos océanos que te alejen de los miedos,
ni un Paraná, ni un San Pedro,
adonde construir tu mezquino paraíso.
Dejé allá mis culebras de ponzoñas dulces y a mis queridos personajes,
la rosa de María la llevo seca y perfumada entre dos páginas de un libro de Bukovsky.
Y Marta, entre tomos destartalados que se desatan y caen sobre nosotros en la caja de un camión a Buenos Aires, rasguñaba las piedras de Charly con su canto.
(Digamos, al margen, que el loro, apenas instalados en una casa de terraza, rodeados de muros de altos edificios, escapó. Sin embargo, mañana tras mañana nos saluda desde la cúpula de un árbol en la plaza vecina.)
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Allá vamos, Tanguito
Tanguito se preguntaba
¿qué hay más allá de la música y las palabras?
Amores de primavera y un infinito mundo de utopías subversivas.
Hoy, por caminar buscando ese destino,
algunas décadas después de tu silencio,
te acompañan jinetes sangrando que navegan en el cosmos,
derrotados.
Aquí, entre corcheas,
al ritmo de tu acústica en las calles,
aquí, en la tierra que te marginó, que te mató porque trasgrediste el orden,
muchos se han cansado de siembras sin cosechas,
brotan mil pancartas que navegan en tu balsa,
enfrentando itakas, caballadas,
alzando banderas, sosteniendo barricadas.
Y en medio del disturbio, frustraciones,
está el traidor, el alcahuete,
el que se resigna o se acomoda
porque siempre habrá al alcance de tus manos
un dinerillo asistencial,
un porro, un florinpondio,
que te zambulla en un cielo de algodones.
Vos sabés de quiénes te hablo,
son los que terminaron arrojándote a las vías,
son los que tuvieron pánico cuando vos,
con tu guitarra de acústica y la melena del amor de primavera,
fuiste capaz de frenar por un instante al tren de la doblez y el disimulo.
Vos y yo,
la Flaca, Tuquita, Pepe,
y aquellos jinetes que hoy sangran contigo clamando el fin de los impúnes,
no queremos cielos ficticios, ni tumbas perfumadas, ni rosas de plástico que escondan la tortura,
queremos infiernos,
infiernos rojos de libertad,
pasiones de fuego,
conquistas siderales y sonrisas verdaderas
que arrasen para siempre los signos de la muerte.
Y hacia allá vamos, Tanguito,
cabalgando en tu balsa de amor y de melena,
aunque naufraguemos en los violentos espasmos
de tanta sangre derramada.
Pero allá vamos,
allá vamos,...
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El eructo colectivo
Se descubrieron ahorcados en nudos de corbatas,
cuando solo les quedaba el grito estertor del acto póstumo,
quebrados, estafados, prisioneros en remeras for export,
planchaditos a medida,
soñando sueños pigmeos de canarios enjaulados.
Habían girado alrededor del astro,
hasta que el astro mostró su ingravidez.
Cayeron entonces al agujero negro, desesperados,
con un trasfondo de canto coral archisabido,
acunados por el himno Estupidez.
Ahora se ven y recuerdan.
Recuerdan que se descubrieron en el instante donde al astro se le desarticuló la mentira y amenazo: "estado de sitio".
Recuerdan que comprobaron, un día,
que ni siquiera en situación de estupidez
habían podido ingresar al reino prometido.
Y que fue en ese momento, preciso momento,
que el eructo metálico de millones
dio el concierto ordinario de la furia.
Calles, puentes y rutas vomitaron fuego, indignaciones, barricadas,
Se crearon las banderas y los himnos nuevos.
Porque miraron desde el agujero y se vieron,
se vieron entre chapas paredes cartoneros,
entre fábricas sin carne,
basurales y ríos estancados,
esculpiendo el hambre de los hijos.
Los bloqueaban peajes,
deambulaban por senderos conocidos que nunca llegaban,
perdidos buscaban entre escombros,
entre bolígrafos sin tinta y gases lacrimógenos,
el lugar del ensueño, el útero que los proteja, la contención,
y cuando con las viejas formulas solo hallaron cielos vacíos,
se descubrieron ellos,
unos siendo otros,
mirándose
en el derrumbe de las antiguas ilusiones.
Lo recuerdan. Fue solo instantes.
A partir de entonces
algunos propusieron “conquistemos el futuro para siempre”.
"No, celebremos!”, respondieron los más.
Los festejos duraron
lo que un respiro del astro equivocado.
Porque alguien propuso que, de acuerdo a las antiguas fórmulas,
no podía haber celebraciones sin las liturgias de un choripan y una cerveza,
sin luces de cotillón,
sin dulces ignorancias,
sin una cuota de palmadas en el lomo.
"¡Aquí tienen!", exclamaron políticos corruptos.
Y entregaron:
103 colchones para el sueño,
67 kilos de azúcar ordinario,
38 chapas para techos,
muchas promesas,
y lo mejor: el astro ingrávido también gritó con ellos de alegría.
La mayoría contenta
bailó una chacarera con Ricky Martin,
pelearon por un colchón, un azúcar y unas chapas,
y otra vez rindieron consabidas pleitesías.
Si, bien lo recuerdan ahora.
Recuerdan que el astro, no conforme,
llamó a sus pensadores a que piensen.
Sin embargo, ninguno encontró cómo,
todavía,
borrar de las memorias y el futuro
que hubo un día,
un día clamoroso de garrotes empuñados
que se estrellaron en cráneos de monstruítos en corrida,
un día con rutas sin peaje
y la yugular cortada de un Drácula tendido.
Y como recuerdan, lo saben,
saben que volverá la hazaña otro día próximo,
lejano,
cuando solo les quede el grito estertor del acto póstumo.
Otra vez estallará el eructo colectivo de la furia,
cruzarán por ruinas las palomas espantadas
y allí se descubrirán solidarios nuevamente
en el canto disonante de los himnos trasgresores.
Arturo M. Lozza