martes, 3 de agosto de 2010

LA MAGA

Una madrugada de enero, los Trasnochadores del banco fueron protagonistas de un hecho que hubiera desvelado al habitante más osado que haya circulado por el barrio del Congreso en el mismísimo kilómetro cero de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero para entender lo sucedido, previamente hay que saber dos cosas: que en otras épocas, frente a ese banco en la Plaza de los Dos Congresos donde esperaban la madrugada los Trasnochadores, se encontraba la entonces Caja Nacional de Ahorro Postal con su Biblioteca, reducto del poeta Edgar Bayley, designado director del lugar ; y que los Trasnochadores del Banco no eran como otros seres nocturnos que esperaban el amanecer para volver a sus habitáculos sanos y salvos. No, no, estos trasnochadores aguardaban el amanecer celebrando el arte. Bebían en homenaje a la poesía, la música, el teatro, la danza, las artes plásticas, el canto, el cine y la palabra. Sobre todo, la palabra.
-- Mirá, Marta, allí está la ventana donde trabajaba Edgar Bayley. ¿Era tu suegro, no?
-- Osvaldo, por favor, no convoques, no juegues con el torturado espíritu de ese poeta-, pidió Marta.
Pero él hizo caso omiso de la súplica, levantó su botella de cerveza y, mirando a la ventana, comenzó a recitar La Avalancha , uno de los más bellos poemas del poeta:

que corran allá abajo las aguas turbulentas
quiero arraigar aquí en esta tierra
y tañer mi campana
buscando el celeste el bermellón
la escalera de mano que lleva hasta el altillo
la lluvia próxima
la habitación vacía
y el arroyo de donde llega el rumor de la avalancha

que corra allá abajo la claridad de las plantas
y se agite la cortina en la última pared
y sobre los techos aniden el colibrí y el tordo
éste es el mundo
a esta hora en que cae la noche
y crece la avalancha y el fragor de la luna
cuando lámparas y azaleas se encuentran y se huyen
se cierran las ventanas
y llaman a los niños dispersos por el parque
ésta es la hora
para el bermellón y el celeste
para el tordo y el colibrí

--Edgar, ¡cómo te cagaste en los puntos y comas, como Joyce! –exclamó Osvaldo para poner punto final al poema. Trató de mojarse los labios, y lanzó un gesto agrio al comprobar que la botella ya estaba vacía.
--Loca, ¿tenés un pesito? Se acabó la cerveza y quiero celebrar a tu suegro.
--Dejate de joder, parecés Tanguito… ¡Tomá y aguante la poesía!
Cuando Osvaldo regresó con tres botellas a cuestas, Marta sintió ese impulso por contar vínculos: --¿Sabían –dijo por fin- que Bayley fue el segundo marido de Matilde, mi suegra, concertista de piano y compositora de música dodecafónica? Ella estaba casada con un plástico de la época, Raúl Lozza, que derrumbó la pintura figurativa y creó las bases del arte concreto. Ese trío fue de nuestro palo. En los cuarenta –se entusiasmaba contando Marta- dieron vuelta al arte con sus vanguardias. Y en medio. hasta hubo una loca historia de amor. Matilde se enamoró perdidamente de Edgar y escaparon juntos…
--Pues entonces, Marta, vamos a dar vuelta la noche en honor a los artistas y las locuras de la trasgresión. ¡Salud! Brindo por los del cuarenta y el Arte Concreto.
Empinaron sendas botellas mientras la brisa filtraba por los corceles del monumento de la plaza. Hablaron de amores benditos y malditos, no sin antes atravesar los espacios de las divinidades paganas y de las noches trasfiguradas de Arnold Schönberg donde los conjuros a veces cristalizan. Bayley, que había muerto en cruel batalla con la cirrosis, escuchó su poema y con el brindis abandonó la prisión de metáforas, adjetivos y consonantes, se descolgó por la ventana, cruzó la calle Hipólito Irigoyen y se acercó al grupo. Le agradaron los desparpajos, las melenas, el banco de piedra tan frío y el olor de la cerveza. Para que ninguno se atreviera a sospechar que llegaba para apropiarse de la tercer cerveza, mostró una infaltable botella de whisky, el brebaje que había elegido para que lo acompañara en los instantes de creación. Se presentó y les propuso un brindis:--¡Por la poesía y mi cirrósis!-, susurró ronco y carraspeando. Lucía aun el bigote ancho, insolente, la barba recortada y teñida con el azulnegro de la noche.
Los Trasnochadores lo escucharon –y no lo dudan- cuando, envuelto en los delirios de la trasportación, dijo: --La que acá falta es la Maga , no se preocupen, pronto la verán.
Y asi como llegó, Edgar Bayley se fue remontando paredes. Si hasta les había golpeado su aliento agrio y picante.
--¿Que habrá querido decir?
--Es humor de fantasmas-, explicó Marta. Osvaldo empinó la botella.
Los trasnochadores advierten cada vez que cuentan la presencia de Edgar Bayley que, los que no quieran creer, que no crean. Pero lo cierto –aseguran- es que, efectivamente, esa noche de enero la Maga apareció por la vereda de la avenida Entre Ríos, posiblemente haya salido de la Biblioteca de la Caja o de la otra que está a dos cuadras, iba con el paso típico de toda maga que se precie de serlo, con pasitos gráciles pero firmes, mirando todo y a la vez sin ver a nadie, con figura frágil de cuarenta y nueve kilos y la incalculable edad de maga, ataviada con un hermosísimo vestido mexicano de mil volados y bordaduras que, seguramente, alguna descendiente del mejor artista de los aztecas, bordó exclusivamente para ella.
La conocían, era una figura tan familiar, tan de todos y a la vez de ninguno, porque la Maga era de la cultura universal, como la Beatrice del Dante. la Julieta de Skakespeare o la voz de Janis Joplin.
En una epoca, hace por lo menos cuarenta años, todas las mujeres querían ser La Maga. Todas querían poseer esa figura menuda, caminar por París y abrirse de piernas al amor y sentir en un beso la boca impregnada de pelos y babas, con ese sabor único que da el placer infinito del sexo, virtudes que Julio Cortázar le había concedido a los amores de la Maga.
Corrieron los Trasnochadores, se abalanzaron sobre ella, la invitaron a compartir la madrugada. Ella aceptó. Osvaldo le ofreció un buche de cerveza que ella rechazó elegantemente, porque, obvio, las magas solo beben pócimas mezcladas con la mejor champagna francesa.
Todos querían saber todo de la Maga , dónde, cómo, por qué, bajo que circunstancias ella conoció al tal Cortázar y bajo qué circunstancias fue que el escritor se inspiró en ella para crearla.
Un toquecito sintió Marta en su hombre, giró la cabeza y allí estaba el poeta escuchando. Luego tomó notas en un cuaderno. ¿Será que los poetas escriben sin necesitar la luz? En esa oportunidad de convocatoria, Bayley –que sabía quién era Marta- le explicó con un silencio que necesitaba
anonimato. Solo escuchar, apuntar en el cuaderno, que en ese instante no pretendía egolatría, ni siquiera la compañía de la cirrosis. La noche era única y bien podían esperar las elucubraciones acerca de qué esperar de poetas con ego.
La Maga, efectivamente, hizo revelaciones. Dijo que fue fruto de amores de conjuros en una noche de cábalas, que había nacido maga y con ese vestido impecable de mil volados, con sus prolijos zapatos blancos de tacones altísimos que –según confesó- a veces cambiaba por otros más bajitos, porque a las magas también les duelen los pies, sobre todo a ella que camina toda la noche. Contó, además, que solo se le permitía llevar una mochila donde portaba objetos terrenales que iba juntando de su convivencia con los humanos. Por ejemplo, contó que amaba los camisones y llevaba unos cuantos en su mochila, dijo también que le gustaba hacer regalos, y curiosamente, comer asado.
La Maga percibió la ansiedad del grupo y comenzó a narrar lo que todos querían escuchar, su encuentro con Cortázar. Fue –confesó- en una noche de neblinas parisinas que se cruzó con el escritor atravesando ambos el Jardín de las Tullerías. Cortázar le había preguntado en un perfecto francés “¿de qué país eres?”, ella le respondió también con su exquisito acento parisino (las magas dominan todos lo idiomas), que solo era una maga y que, por lo tanto, pertenecía a todos los lugares del mundo. Después, y sin mas, con una gentil inclinación de cabeza atravesó el Jardín de las Tullerías y desapareció por la niebla. Bayley escribía fervorosamente, no como periodista sino como escriben los poetas, casi en el aire.
Años después, en una escapada clandestina que hizo Cortázar a su amada Buenos Aires (ciudad que encontró devastada y sangrante), una fría noche de agosto la volvió a encontrar. La Maga estaba vestida igual, pero su mochila parecía más pesada, cargarla sobre los hombros le daba un aire más ausente todavía. Se saludaron. Tomaron un café (las magas aman el café) y ella le contó que en los años en que no se habían visto, su corazón de maga se había hecho añicos porque se enamoró y contrajo matrimonio por cuarenta días con un humano que solo jugó con sus sentimientos, contó que a raíz de tanto dolor perdió la sonrisa para siempre y que en cambio adquirió una afinadísima voz que le permite cantar cuando la convocan a reuniones donde prevalecen las charlas sobre arte, un don que le fue dado para paliar tanto desengaño.
Cortázar se emocionó con la historia, miró unos instantes al vacío, sonrió satisfecho con sus pensamientos, y luego tomando la pequeña mano de la maga, le susurro “prometo que nunca más vas a sufrir, te voy a convertir en un personaje tan famoso que todas las mujeres, en todas las épocas, van a querer ser la Maga ”. Se despidieron y jamás volvieron a verse.
Una madrugada, en los comienzos de los sesenta, precisamente en 1963, la Maga , deambulando por la calle Corrientes, escuchó en los bares, las confiterías y sobre todo en las mesas del café La Paz y en las salidas de los cines y teatros, que todas las mujeres hablaban con envidia del nuevo personaje de la novela recién editada por Julio Cortázar, Rayuela, cuyo personaje era la Maga.
Entró a una librería y metió un libro en su mochila. No lo compró porque las magas no manejan dinero y cuando necesitan algo se vuelven transparentes y lo toman. (No invisibles que para ellas es muy vulgar).
Allí se descubrió única. Era La Maga. Sonrío de nuevo. Desde ese día Rayuela está entre sus amadas pertenencias. La Maga recuperó su sonrisa y además conservó el otro don: jamás dejaría de cantar. Hoy se la puede encontrar en cuanto espacio cultural esté a su alcance, con su afinadísimo trino de zorzal, por supuesto, siempre y cuando sea una noche especial, donde confluyan Bayley y sus poemas, y los que celebran el arte con buches de cerveza en el banco de una plaza.
En aquella noche, el tiempo se colgó por instantes y luego volvió a la normalidad. La Maga había desaparecido, también Bayley con su cuaderno. Al poeta lo imaginaron trepando las paredes de la ex Caja peleándose con su yo y llamando a su amada Matilde para que le sostuviera la cirrosis que se hacía cada vez más insoportable por atrevida. De la Maga , ni un rastro, solo quedo colgando de enero su aroma de maga.
Osvaldo pidió, como pedía Tanguito, otro pesito para cerveza, y Marta cantó a Vinicius de Moraes en compás de bossa nova. Comenzaba el amanecer…
Doy fe que aquella noche existió, porque ninguno de los presentes, salvo yo, se dio cuenta que, sobre el pasto, muy cerca del banco de piedra frío, había quedado abandonada la botella de whisky vacíada por el poeta. Cuando el primer rayo de sol le dio de pleno, estalló en millones de partículas que se alejaron volando al cosmos.


MALU CALDEN

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