10 de agosto de 1896, huelga ferroviaria.
Crónica de una época en la que una huelga de los obreros del riel se extendió a la industria y puso fin a la quietud conservadora.
Por Arturo M. Lozza
En las postrimerías del siglo XIX se multiplicaba la fiebre inversora de las compañías británicas y más de la mitad de sus capitales llegados a la Argentina iba al negocio ferroviario. Los rieles se expandieron de 2.516 km en 1880 a más de 15.000 antes de que asomara el 1900. Pero mientras en 1880 el gobierno nacional y algunas provincias administraban el 50% de los ferrocarriles, hacia final de la década sólo retenían el 20%, debido a la adjudicación de nuevas áreas al capital extranjero. Asociada al capital inglés crecían aceleradamente las fortunas de la oligarquía. Ya se contabilizaban 22 millones de vacunos y 75 millones de ovinos.
Las aristocráticas familias terratenientes, los Iturraspe, Madariaga, Anchorena, Benberg, Perkins, los Cavannagh, Martínez de Hoz, Menéndez Behety, Santamarina, Bosch, Reutemann, Cobo, Duhau, Gowland, los Lezica, Duncan, Alvear y los Murphy, entre unos más, se aglutinaban en la naciente Sociedad Rural y conformaban con el capital inglés la alianza del poder político y económico.
La “gente bien” enriquecía con la explotación del inmigrante pero no le toleraba trasgresiones a esa masa explotada convertida en clase obrera. El diario “La Capital” del 20 de octubre de 1884 recogía, precisamente, una de las tantas demandas de las damas de la aristocracia y pedía al doctor Somoza, dueño de una línea de tranvías a tracción, que “haga guardar un poco mas de orden a los cocheros y mayorales del tramway” porque diariamente “vemos que los cocheros al tocar la corneta imitan las milongas y otras sonatas del peringundin”.
Por supuesto, llegarían en poco tiempo trasgresiones más importantes, porque comenzarían a organizarse los sindicatos que con sus exigencias de justicia romperían el orden conservador.
Mientras tanto, lo que se celebraba era la fiesta del “buey gordo”, todo un símbolo de “progreso” de las clases ganaderas pudientes: al animal más voluminoso de cada comarca –y no los había más voluminosos en todo el mundo- se lo paseaba por las arterias centrales. Era una ridícula mole de carne y fuerza, que iba recubierto con manto de seda andando en medio de una procesión que partía desde la casa del gobernador y hacia acto de presencia, una a una, en las casas de las más distinguidas familias de alcurnia. Atrás iba la infaltable banda de músicos, luego jinetes emperifollados de platería y, mas atrás, un carruaje portador de banderas de varios países con niñas que repartían flores entre el gentío. La farándula era algo así como la risotada burlona bajo cuyo antifaz se había desatado la más fantástica locura especulativa. Porque allí por donde transitara una locomotora, el suelo se convertía en oro.
El maquinista Carlos Smith, a todo esto, cumplía a diario con eficiencia su honorable función de conductor del principal tren a Rosario, las pitadas de su locomotora iban marcando el ritmo de un país llamado “granero del mundo” pero que ya empezaba a hablar de huelgas, huelga de tipógrafos, panaderos, peones, aguateros… Smith no era parte de esa rebeldía, se sentía seguro sobre la mole de hierro y no entendía mucho de paros y de demandas obreras, hasta que un maldito día se le cruzó un transeúnte en el cruce de vías. Cuando accionó el freno, ya entre las ruedas y el eje delantero yacían los restos de la persona que se había atrevido a quebrarle el ritmo al ahora angustiado Smith, a quien, por haber atropellado al infeliz, lo condujeron detenido a Buenos Aires. Y quiso el destino que su detención provocara la primer huelga que haya conocido hasta entonces la historia del ferrocarril. Todos los maquinistas de la línea se solidarizaron con Smith, paralizaron el servicio del Ferrocarril Central Argentino, los cargamentos de cereal no llegarían al puerto. “Si el compañero Smith no es liberado, no habrá trenes”. El maquinista recuperó la libertad, pero la huelga –que se prolongó por tres días- no se levanto hasta que fue trasladado nuevamente a Rosario y elevado en andas por sus compañeros. La empresa Ferrocarril Central Argentino, de capital Ingles, conoció por primera vez la fuerza de los trabajadores en Argentina, a tal punto que debió fletar un tren especial a Rosario, exclusivo para Smith quien, sin haberlo pretendido, se había convertido en el principal protagonista del primer triunfo sindical de los trabajadores del riel. Ese sería, sin embargo, solo un preaviso…
Llegaron años muy agitados. Dejaron de festejarse a los bueyes gordos. Los radicales de Leandro N. Alem protagonizaban fracasadas sublevaciones. El conflicto fronterizo con Chile amenazaba con la guerra, y los “nacionalistas” de la oligarquía proponían que el general Roca asumiera otra vez la presidencia porque –decían- si había exterminado a la indiada, bien podría hacer lo propio con los chilenos. Corría 1896. Gobernaba José Evaristo Uriburu. Alem, líder popular y de las sublevaciones, se pegaba un tiro. La epidemia de fiebre amarilla hacía estragos, y desde Cardiff llegaba al puerto de Buenos Aires un cargamento de 4,768 toneladas de carbón inglés para alimentar locomotoras.
El poder respondía habitualmente con represión a las demandas, pero los trabajadores de los distintos oficios, en su mayoría emigrados de Europa, se iban templando en los enfrentamientos, unos victoriosos y otros derrotados.
Por primera vez la pelea de un gremio, el de los yeseros, lograría la jornada de 8 horas y aumento de salarios. Se avecinaba el turno de los ferroviarios.
Todo comenzó en los talleres de Tolosa del Ferrocarril del Oeste (cerca de La Plata), que era, con el de Solá, los más grandes de Argentina. Como se estilaba hacer, sus 700 obreros calificados y los peones presentaron un petitorio reclamando la implantación de las ocho horas de trabajo sin modificación de los salarios, la supresión del trabajo por pieza, la anulación del trabajo en los días domingos, y el pago doble de las horas extras, que debían realizarse sólo en casos excepcionales. La respuesta de la empresa fue una rotunda negativa. En consecuencia, el 10 de agosto de 1896 los principales referentes de la demanda subieron a la gran mesada giratoria de locomotoras y desde allí, dominando el perímetro de los 22.000 metros cuadrados del galpón principal, llamaron a asamblea y entre proclamas se convocó al inicio de la huelga.
Las patronales británicas pidieron represión, hubo un desmesurado despliegue de fuerzas policiales y la respuesta se dio en una nueva asamblea: mantener el paro y pedir solidaridad a todos los talleres ferroviarios de la República.
Los primeros en hacerse eco del llamado fueron los ajustadores de los talleres de Caballito, pero ¿qué harían los de Talleres Solá? El 13 de agosto sus 1.000 trabajadores votaron en asamblea un petitorio como el de Tolosa. Otra vez la negativa de la compañía británica y Solá paralizó los talleres. La huelga asomaba con fuerza. De una estación a otra, en morse, los ferroviarios trasmitían el estallido de la lucha y proponían la adhesión. (Cuando se reconstruya esta historia en profundidad, seguramente habrá que hablar de esas trasmisoras como vehículo de solidaridad obrera a través de las enormes distancias).
Hasta entonces, la mayor adhesión llegaba desde los talleres ya que el conflicto se había extendido a los de los ferrocarriles Sur, Oeste, Buenos Aires y Ensenada, Central Argentino, Buenos Aires y Rosario, Rosario y Pacífico, Santafesino, Central Norte y Córdoba. Se sumaban los ferroviarios de talleres Quilmes, Junín y Rosario; paralizaron tareas los cambistas de La Plata y Tolosa y las cuadrillas volantes o “golondrinas” de esta localidad.
Y fue que desde el segmento de los servicios ferroviarios la lucha se empezó a propagar hacia la industria. El 15 de agosto se plegaron las fábricas siderúrgicas privadas de Bosch, Shaw y Fénix -fundiciones que hacían trabajos para los ferrocarriles-, también adhirieron los obreros del Frigorífico La Negra, los astilleros La Platense, los trabajadores de Alpargatas de la calle Defensa en la Capital, junto a operarios de los talleres de tranvías, los carboneros de Almirante Brown, Casa Amarilla y Constitución.
Cuentan las crónicas que las asambleas determinaban petitorios y designaban comisiones para conectarse con todos los sectores. Las patronales requirieron del gobierno una actitud más dura, porque tamaña trasgresión al orden establecido se les estaba filtrando de las manos. Ya no era simplemente la corneta del tranvía que imitaba milongas del peringundín: esos agitadores le estaban disputando ganancias al capital inglés.
Es que ya sumaban más de 20.000 los trabajadores en huelga general. Lo del maquinista Smith había quedado a la altura de un poroto.
En ese agosto de 1896 no había organización nacional ferroviaria, pero los trabajadores hacían oír su voz masivamente y con decisión organizativa porque pensaban, ya entonces, en un futuro diferente.
Las patronales abrieron el registro para tomar nuevo personal. Colocaron avisos en Génova, Italia, proponiendo trabajo en Argentina.
A raíz de que existía un Comité de La Internacional –que ya en 1890 había convocado a movilizarse los 1º de Mayo- la mayoría de los trabajadores genoveses, enterados de la lucha de los obreros del riel en nuestro país, rechazaron la oferta para no carnerear. Otros, sin embargo, aceptarían empujados por el hambre.
Los huelguistas de Tolosa comenzaron entonces a combatir a los carneros, a los “crumiros” rompehuelgas –así los llamaban-, y a las asambleas, movilizaciones y luchas callejeras se le sumaron las acciones de sabotaje.
Hacia finales de agosto se adhirieron nuevos sectores: los obreros de Bragado, Burzaco, estación Las Flores y la fundición El Carmen. Las mujeres alpargateras de la fábrica La Argentina estaban en huelga y asamblea permanente. En Barracas al Norte, las “principales fábricas han apagado sus fuegos” –decían las crónicas- por no tener un solo hombre que les trabaje. Según informó “La Nación” esos días, en ocho establecimientos los empresarios cedieron ante las demandas y mejoraron las condiciones laborales.
Para unificar y dirigir el conflicto, las aún escasas organizaciones sindicales constituidas de ferroviarios crearon un Comité Mixto integrado por huelguistas de los diferentes talleres, pero el desgaste era enorme. Sin salarios y bajo terribles carencias, los obreros fueron cediendo.
El último reducto fueron los talleres Solá, donde 3.500 obreros y sus familias sostenían la lucha para impedir el ingreso de rompehuelgas. El anuncio de la inminente llegada de 500 obreros italianos contribuyó a debilitarlos. Luego de tres meses de resistencia, se perdía la batalla.
La patronal exigía al gobierno expulsar al elemento extranjero que producía estos levantamientos. Esto se concretaría seis años después con la sanción de la ley 4144, de Residencia, que posibilitó la expulsión de grandes dirigentes sindicales y políticos.
Estas historias de ferroviarios fueron recopiladas en libros de Plácido Grela, Sebastian Marotta, Juan Carlos Cena, Mario Gasparri y en otro de mi autoría.
Las represiones contra los trabajadores llegaron a niveles sangrientos. Aparecieron los contingentes de la denominada Liga Patriótica, una fuerza de choque “nacionalista” organizada por la oligarquía para asesinar y romper los movimientos de protesta.
Esta era la Argentina del Centenario, la de los “bueyes gordos”, la que Biolcati alabó al inaugurar la última exposición de La Rural. Es una Argentina a la que no queremos volver, y a la que queremos liberada y sin oligarcas. Porque somos los herederos de aquellos huelguistas
que mostraban, ya hace más de un siglo, que la clase obrera pasaba a ser una de las principales protagonistas de nuestra historia y que no aceptaba las sumisiones.
Los talleres de Tolosa
Bajo la dirección del ingeniero Otto Krausse, las obras de los Talleres de Tolosa fueron inauguradas en 1887, en el 30 aniversario del primer ferrocarril argentino. Constaban de una serie de instalaciones con una superficie de 22.000 metros cuadrados. Poseía mesa giratoria, galpón radial de locomotoras, playa de vías, abastecimiento de agua y generación de vapor y electricidad, depósitos e instalaciones complementarias. Su capacidad de guarda era de 24 locomotoras y 90 coches de pasajeros. A fines de la década del 40, funcionó allí la fábrica de locomotoras que, bajo la conducción del ingeniero Livio Porta, comenzó a gestar, junto a trabajadores, técnicos y profesionales, la construcción de la primera locomotora a vapor argentina. En Tolosa nació la máquina cuatro cilindros “Presidente Perón”, que luego fue rebautizada como “La Argentina”. La máquina estaba dotada con elementos técnicos de avanzada, posibilitaba la utilización del carbón de Río Turbio con enormes economías y su puesta en marcha originó una revolución en el mundo ferroviario.
Sin embargo, llegaría el Plan Larkin del Banco Mundial y en 1958 la fábrica fue totalmente desmantelada.