jueves, 3 de junio de 2010

Capítulo 4 de mi libro “Osvaldo Pugliese al Colón”, Ediciones Desde la Gente.




SINFONIA TANGUERA Ensayo de la orquesta típica de Osvaldo Pugliese, el 8 de agosto de 1985



Llegue puntualmente a la vieja edificación del profesorado de música de la calle Sarmiento, pregunte por él y me mandaron al buffet del primer piso. Allí estaba, sentado a una mesa de café, con un periodista que le ponía el micrófono encima buscando que le explicara por qué y para qué era candidato a diputado. Respondía bajito con voz afónica y sin esmerarse en decir cosas importantes. Decía lo que sentía y eso era suficiente. Expresaba su bronca porque no se desmantelaba el aparato represivo de la dictadura. Además –agregaba- “aquí lo que hay que hacer es suspender los pagos de la deuda externa, resistirse al Fondo Monetario Internacional y darle laburo a la gente”. Hasta que por fin tuvo noción de que se hacia tarde, despidió al periodista, me tendió la mano, pidió que lo acompañara, bajamos por una escalera de mármol blanco ya desgastado, y enfilamos en dirección a la sala del fondo. Cuando abrimos la puerta, los sonidos de violines y bandoneones se precipitaron al exterior. Volvimos a encerrar las notas en el recinto de ensayo y el maestro, como si fuera uno mas, como si no fuera Osvaldo Pugliese, y mostrando en solo un gesto que para el los halagos solo sirven para introducirlo aun mas en su modestia, fue a buscar una silla y me dijo “sentate, ponete cómodo”. Ya estaba allí, a un paso de los componentes de la orquesta típica, entre ellos. Asistiría a un ensayo general. Encendí el grabador. Los nueve ejecutantes y los dos cantores ya hacia rato que estaban atiborrando el ambiente con sonoridades. Solo faltaba que el maestro se sentara en el taburete. Don Osvaldo se quitó el sobretodo y el echarpe, los ubico sobre la caja del piano y, enfundado en un trajecito azul cruzado-que dejaba ver un pulóver gris con cuero cerrado- revolvió partituras, eligió una y se acomodo ante el teclado. Fabio Lapinta –tercer bandoneón- lanzo un silbido como queriendo advertir que “impere la calma que llego el maestro”, Amiltar Tolosa –el del contrabajo- antes de hacer silencio alcanzó a decirle al violista Marey Brain “atención al arrastre” y don Osvaldo, como si toda la orquesta fuera una sola persona, mandó: “Che, vamos a hacer ‘Melodía de arrabal’”. El ensayo ha comenzado. Las fintas de los violines se adelantan y de pronto todos los instrumentos zumban desordenadamente. Pugliese teclea el la… la, la, la, repetidas veces hasta que aprieta un acorde, roncan a su vez los bandoneones como desperezándose, y el trabajo comienza a largar un goteo de redondas graves que estallan espesamente en el ambiente, “así estirando” indica Osvaldo Monterde con su primer violín, y poco a poco las músicas de uno y de otro empiezan a buscarse entre si, se van acoplando, encuentran sus armonías, se tejen, van metiéndose en los huecos vacíos que aguardaban, y Abel Córdoba, el que ya es el sonido único de una orquesta. Gira su rostro al maestro y, como los demás entienden que Don Osvaldo mira para comprobar que todo esta en orden, dejan cesante los sonidos por un instante, se concentran en la partitura que cada uno tiene desplegada en el atril, y aguardan. Hasta que se escucha el cuenteo del maestro: “un, dos, tres…”, y arranca “Melodía de arrabal”. La sala está pletorita de sonidos, el piano descubre su dolorosa desafinación, pero el maestro lo machaca, lo machaca y lo machaca hasta que el oído se acostumbra y la desafinación se acopla por hábito. Las notas rondan de un lado a otro y uno tiene la sensación de que esta dando vueltas en una calesita. Irrumpe en el concierto Abel Córdoba sosteniéndose una oreja con la mano derecha. “Barrio plateado por la luna…”, canta, se inclina hacia delante, pasea mirando a cada ejecutante, hasta que la melodía empieza descuajeringarse, a descolocarse, a desafinarse, se diluyen las notas, se mezclan voces contrariadas. “Lean bien los pasajes, que están haciendo despelote”, aconseja Roberto Álvarez –primer bandoneón-, “¿ahí va la voz?”, pregunta Abel Córdoba al violín Gabriel Rivas. Y Gabriel Rivas violinista le responde deslizando el arco exactamente por el re menor con el cual deberá entrar el cantor; no se sabe quien advierte más allá que salió mal “Melodía de arrabal” porque, en la parte que correspondía, no se hizo “El silencio de la redonda”. ¡A comenzar nuevamente! “Vamos, de nuevo la segunda parte”, ordena el maestro. Empieza él con el teclado, lo siguen los bandoneones y con tantas ganas que cuando entran las cuerdas apenas si se escuchan. “Barrio plateado por la luna…”, Abel Córdoba lo repite dos, tres veces. “La segunda suave”, indica Pugliese sin siquiera darse vuelta. Y de pronto, el tango vuelve a diluirse, todos a la vez hacen indicaciones, el final no sale bien, no. Machaca insistentemente don Osvaldo en su piano, así, así; “vamos”, manda, vuelve a interrumpir, golpea dos acordes, “así, así, ta ta táaa, empezamos: un, dos, tres…”. “Barrio plateado…”, canta Abel Córdoba; aparece insólitamente un canto de bandoneón y una variación de solo de cuerda que se encaja perfectamente en un vericueto. Se acerca el final, crece desde el silencio el golpe rítmico combinado de piano y bandoneones, los violines saltan por encima y el contrabajo tira gotas oscuras. Fin. Ahora sí, “Melodía de arrabal” quedó. Resulta extraño al oyente la ausencia de aplausos, y que solo hayan empezado a surgir voces y chanzas entre músicos que –en esos instantes de descanso se comprueba-, no son volubles fantasmas del sentimiento, no, resultan tipos comunes que hasta dicen hasta alguna palabrota entre signo de admiración. El maestro es parte de esa ruptura del encantamiento, también el avanza en el barullo introduciendo alguna expresión lunfarda mientras busca partituras. Luego indica: “vamos a hacer ‘Calor de hogar’“. Hurgan todas las partituras entre el montón que se desborda por el suelo. Los violines afinan largando tirabuzones punzantes por el aire hasta que otra vez son arrastrados por las bocinas de los bandoneones que imponen un lleno total al recinto. Se hace el silencio breve y el maestro marca “uno, dos, tres…”. El dos por cuatro surge de inmediato, el pie izquierdo de Osvaldo Pugliese hace rebotar los ecos con golpes en el piso, y parecería que los sonidos, después de un zarandeo, van encajándose y encarrilándose hacia la meta. Pero desde la zona del contrabajo se escucha gritar de repente “no, no”, y el embrujo se rompe nuevamente. “Es la menor, la menor”, indica otro (y no sabe si lo dirán en cargada o en serio), brotan risas, murmullos. ¿Dónde quedo la música muchachos? Amagan empezar los violines sabedores –muy a pesar del bandoneón- que al final sus melodías señalaran los momentos más sentimentales del tango. “No, así no va”, interviene el maestro que se levanta, se coloca las manos en el bolsillo (¿un signo inconciente de demostrar que no tiene la menor intención de agredir a nadie?) y se dirige a hacer indicaciones al bandoneón Roberto Álvarez y al violín Osvaldo Monterde. Regresa la pieza al piano, el ensayo se extiende, entra al círculo el cantor Adrian Guida con fulgurantes pantalones blancos y sus líricos sostenidos son apuntalados por sones de las teclas. Canta “Calor de hogar” y recuerda que “el lucero de la tarde nuestra boca vió juntar…”. Sin embargo, lo escuchado hasta ese momento apenas habían sido ceremonias a momentos mas sublimes. Porque don Osvaldo manó a los pocos minutos introducir en el ensayo un arreglo al flamante “Protocoleando”.y entonces empezó el violín de Monterde, se sumaron los otros violines –Fernando Rodríguez, Diego Larrendegui y Gabriel Rivas-, y el ambiente fue acariciado por unas notas expuestas en curva, partiendo del agudo y zambulléndose en los graves. Don Osvaldo acompañaba, pero no aguanto por mucho tiempo, algunas corcheas le lastimaban el oído. “De nuevo”, ordenó. Se hizo la música y cuando a media voz entraron a tallar los bandoneones, no estuvo conforme el maestro. “Así no va”, exclamó. Otra vez la zambullida de Monterde; el maestro dispersaba los dedos con suavidad sobre el teclado y sus armonías abrían camino a un dialogo de violín y bandoneón, dirigido a impactar delicadamente en mi sistema nervioso. Pero “Protocoleando” no estaba saliendo como quería don Osvaldo. No hizo, sin embargo, ningún gesto, solo que agotaba sus ganas de gritar tecleando a latigazos escalas de agudos a graves y de graves a agudos, totalmente fuera de programa. Hasta que cesaron sus dedos y dijo: “¿Qué pasa? No se oye”. ”Hay que hacer un mi bemol”, aconsejo alguien. “Así las cosas no pueden salir bien”, añadió otro. Pero Monterde parecía embelesado por su propia melodía. Había que poner orden. El maestro, dándose vuelta, dispuso: “Paren las cuerdas; los bandoneones ¿pueden esperar? Vamos, de nuevo, vamos pero sin los bandoneones; los violines, solo los violines “. Y la zambullida del agudo al grave fue esta vez un golpe bajo al sentimiento, una profundidad que penetraba la piel. “Eso, eso –exclamaba Pugliese-, como en ‘La Mariposa’”. Fueron instantes de satisfacción. “Ahora todos”, añadió. Y escuchar ese trocito de música fue una sublimidad. Los violines se enchufaban en el alma, se escabullían luego con una gambeta y se transformaban en palpitación al haberse introducido el piano y un bandoneón en un progresivo acentuamiento del primero y tercer compás, que culminaba finalmente en un clásico ritmo. Allí estaban las esencias, esa mezcla pura de compás de barrio con la melodía más tocante y profunda: en ese fraseo podía verificarse la inexplicabilidad de un acto artístico, la magia de Osvaldo Pugliese. Tuvo que llegar el descanso. Los músicos hablaban como si nada, como si lo hecho no hubiera sido un acto de encantamiento; y mientras el violinista Fernando Rodríguez jugaba con el piano improvisando jazz y “Para Elisa” de Beethoven, los demás iban saliendo a beberse un cafecito. Los vetustos atriles de madera parecían quijotes en medio de la llanura, alrededor se desparramaban las sillas sosteniendo estuches, violines, bandoneones abandonados, y una mezcolanza de echarpes, sacos y algún paraguas. Así como se lo veía, sin músicos y sin sonidos, era un habitáculo común, de seis por seis, triste, carente de peculiaridades. Pero en uno de los rincones aguardaba “Copacabana”, tango ilustre de Julio De Caro. Apenas retornó Pugliese, tomó esa partitura. “Copacabana”, confirmó. Otra vez el murmullo de papeles, voces, cuerdas, sillas arrastradas hacia el lugar exacto, ronquidos de bandoneón, palabras aclaratorias con dedos que recorren los pentagramas. “¿Ya están las cosas en orden?”, gira la cabeza el maestro. “Un, dos, tres…”. “Copacabana”. Pero no: “no hay nada, nada de lo que ensayamos el otro día, no hay ni un matiz en lo que están tocando”, frena el maestro, se levanta, mete las manos en el bolsillo, parece cabrero: “El acento, el acento”. Otro indica “hagan el arrastre”. Osvaldo Pugliese se acerca al contrabajo: “Tiene que ser así: tarará, la la la lá”, explica con las manos en el bolsillo. “La, lará, lará. Vamos ‘Copacabana’, de nuevo”, y arrancan por cuarta vez, nos invaden los ritmos, los músicos se arrebatan, hay embriagación colectiva, los botines lustrados de Lapinta y las botas de gamuza de Rivas talonean el piso al compás, los misterios del tango canyengue brotan de las baldosas, flotan corcheas que se chocan en los “rubattos” y “strapattos”, precipicios de pequeños silencios estallan en la cúspide como destellos sincopados que abren paso a la erupción del volcán, el pie izquierdo del maestro sigue llamando al dos por cuatro, y el recinto parece que no va a aguantar esa catarata de riquezas musicales. A Osvaldo Pugliese solo se le ven la espalda y dos manos que van y vienen como patas de ñandú que escapan con las teclas, Roberto Alvarez (bandoneón) mira concentrándose en el piso e hincha los labios hacia delante, Fabio Lapinta aprieta y abre el fueye, Alejandro Prevignano hace que cada nota de su bandoneón sea un rendimiento de honores a su antecesor Arturo Peñón, Osvaldo Monterde está como enchufado en la silla y su violín es un brote que alimenta a su arco en flor, Fernando Rodríguez es Mefistófeles flaco y de barbita que extravía sus ojos en la nada, Diego Larrendegui es una estatua sinfónica que destila notas en lunfardo, Gabriel Rivas –dejando al descubierto sus dos dientes de laucha- se hamaca con el violín hasta el techo, Marey Brain arma estructuras con su viola y respalda los bajos de Amílcar Tolosa, que, empecinado, sigue largando espesas burbujas que estallan en compases graves que quedan por los caminos. Es la sinfónica tanguera del maestro, a plena ebullición, que construye su catedral profana y va a llegar a la cúspide. Las patas de ñandú marcan teclas y colocan ladrillos aquí y allá, tan tan, tan tan, un firulete de violín, un rezongo de bandoneón, un globo de contrabajo, una apoyatura de viola, y un final a toda orquesta que termina en la cumbre, con un grito de “¡fenómeno!”, y con la vieja Clodomira que, escoba en mano, abre las puertas del recinto, deja escapar las notas y amenaza con barrer partituras si no se desaloja la sala del profesorado. El trabajo ha concluido